LA FELICIDAD
Por Rocío Vélez
No se puede competir con la vida, solo recrearla
Agnès Varda
Le Bonheur (1965) es el primer largometraje a color de Agnès Varda, una de las figuras de la nouvelle vague. Ella aprovecha este nuevo recurso plasmando en la película la influencia de sus estudios de historia del arte; logra aumentar el valor estético de su película creando escenas pensadas a la manera del impresionismo: colores puros, iluminación variada y paisajes en foco. Por esto, resulta fácil encontrarnos con fotografías que nos traen a la memoria pinturas como las de Pierre-Auguste Renoir, Claude Monet o Vincent Van Gogh.
Adagio y fuga en do menor (Mozart) aparece para acompañar la primera escena donde, a lo lejos, distinguimos las siluetas de una familia caminando bajo el sol, en el campo, vestidos con colores alegres. A su vez, aparecen escenas donde girasoles son movidos por el viento; ambos cuadros se superponen como un collage.
Varda va construyendo, por medio de sus pinceladas-instantes, el retrato de lo que socialmente se entendía (e inclusive hoy se entiende) como el ideal de felicidad sobre la base de la “familia feliz”, a través de los cuerpos, jóvenes y sonrientes, de François (Jean-Claude Drouot) y Thérèse (Claire Drouot) y sus dos hijos pequeños. Alegría, fidelidad, familiaridad y roles predeterminados rigen la trama. Inicialmente los vemos en escenas idílicas: riendo, comiendo en grandes mesas familiares, bebiendo o haciendo el amor bajo el sol del verano en los campos franceses.
Poco a poco, mediante detalles que nos va regalando Agnès, vamos construyendo y conociendo a los personajes. François, a simple vista el esposo perfecto, amoroso y atento. Lo vemos en el taller donde trabaja como carpintero; cortando madera, hablando de “cosas de hombres” junto a posters de Brigitte Bardot con poca ropa y, lo que posteriormente va a “aumentar” su felicidad, el avistaje de una amante, Émilie (Marie-France Boyer). Con el avance de la película nos vamos convirtiendo en testigos de ese romance que comienza a crecer y que François vive sin culpa alguna.
Por otro lado, aparecen las escenas de Thérèse, trabajando de costurera, haciendo las tareas del hogar y esposa fiel. Casi siempre en casa, a excepción de cuando sale a comprar o de paseo con François. En cierto momento de la película podemos observar la decisión de mostrar en primeros planos unas manos cosiendo, lavando, cuidando, cocinando, etc., y que podrían ser las manos de cualquier mujer de la época ocupando su rol asignado en la familia, un rol “indiscutible”.
François a partir de su amorío comienza a mostrarse cada vez más feliz, lo vemos sonriendo, saltando y bailando. Tiene en casa a una mujer que lo cuida, lo atiende y lo ama; y cerca de casa a otra mujer que lo satisface de otras maneras, distintas a las del seno conyugal. Él dice estar enamorado de ambas. Se lo cree. Pero en realidad, François está enamorado del amor. Vemos, según Roland Barthes, la anulación de Thérèse: “el sujeto llega a anular al objeto amado bajo el peso del amor mismo: por una perversión típicamente amorosa, lo que el sujeto ama es el amor y no el objeto”. François trasladó su deseo, de este objeto anulado (Thérèse), al deseo mismo; es su deseo lo que desea, y el ser amado no es más que su agente, por eso puede ser intercambiable, por Émilie, por ejemplo. Pero también, puede ser intercambiable porque Thérèse cumple el rol que cumplía cualquier mujer, a la perfección. Es anulada como sujeto y como objeto del amor.
“A mi mujer la conocí durante el servicio militar en Chalon. Enseguida nos gustamos y me casé con ella. Si te hubiera conocido primero, viviría contigo” – le dice François a Émilie, portando de sustituibilidad la figura de su mujer.
Thérèse una tarde, al ver tan feliz a su marido le pregunta qué lo hace tan feliz. François tras rodeos, le intenta explicar, confiesa a través de una metáfora frutal. Ella dice que lo comprende. Hacen el amor bajo aquel sol que siempre los acompaña en esos fines de semana campestres.
Cuando más tarde François despierta ante los llamados de sus hijos, Thérèse no está por ningún lado. La llama, la busca, pregunta si la han visto; la desesperación aumenta. A lo lejos, gente amontonada. Thérèse se ahogó y la vemos cual Ofelia, otra vez, a modo de collage: escenas nos muestran sus intentos de aferrarse a las ramas de un árbol. Ya no queda nada a lo que pueda aferrarse.
Abajo, Ofelia de John Everett Millais |
Las escenas que le siguen al duelo nos vuelven a mostrar manos, pero ya no son las manos de Thérèse las que cosen, lavan, cuidan, cocinan. Son las manos de Émilie, desplazada de su rol de amante pasa a ser la nueva esposa de François. El sujeto-objeto anulado fue reemplazado por otro que reproduce el modelo de felicidad impuesto, ocupando ese lugar de objeto anulado que permite la realización de ese ideal de familia.
Finalmente, así como en un principio una familia se acercaba a la cámara, ahora la vemos alejarse en el campo, con ropas otoñales; el reemplazo es imperceptible. La felicidad: todos de la mano de François que siguió amando al amor, amando sujetos sin personalidad, deseando su deseo dentro de su egoísmo y sus privilegios.
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