LAS FRONTERAS Y EL SILENCIO
Por Lucio Vellucci
El paso suspendido de la cigüeña
es una película griega de 1991, la segunda de la “trilogía de fronteras”,
dirigidas por Theo Angelopoulos.
Un hombre camina por el puente
que comunica dos naciones. Al fondo, dos soldados lo observan y avanzan, a su
vez, en sentido contrario, como viniendo a su encuentro. El hombre llega a
mitad del puente, a unos metros una línea roja, blanca y azul pintada en el
piso, marca con precisión la frontera. Más allá, los soldados acomodan el
fusil, prevenidos, atentos al hombre que reduce el último centímetro antes del
límite. Nosotros lo observamos desde atrás, ahí ha querido ubicarnos el ojo
profético del director. Vemos cómo levanta un pie, lo suspende en el aire y
eleva un poco los brazos para darse equilibrio:
“Si doy un paso más, estoy en
otro país”, dice y nos muestra el paso suspendido de la cigüeña.
Una vez más, Angelopoulos nos
muestra el absurdo de las fronteras que construyen los gobiernos; desarma con
el movimiento de la cámara el sentido de las burocracias que fragmentan
territorios y vidas.
La narrativa poética es sutil, va
detrás de los silencios que dejan las palabras incomprendidas en un ambiente de
mezcla étnica: en un pueblo de la frontera entre Grecia y Albania, cientos y
miles de inmigrantes conservan la esperanza de una oportunidad; mientras tanto,
se van asentando y transcurre la vida en esa larga espera. Ha caído el muro de
Berlín y, sin embargo, otros muros persisten en una Europa oriental que sufre
las consecuencias de un mundo hostil. Pero la película refleja una realidad
que, además de las fronteras geográficas que inventa el hombre, traspasa las
barreras temporales: el conflicto es siempre nuestro y actual.
La cigüeña detiene su paso ante
el límite que se le impone; del otro lado advierte el peligro. Un río o una
línea pintada en medio del puente es el indicio del fin de su libertad.
Pero los límites nacionales son
arbitrarios y la niebla de un paisaje los confunde, los relativiza. Al fin y al
cabo, basta una nube cayendo en medio del puente o la bruma sobre el río para
que, al menos por un rato, esas fronteras desaparezcan.
Si Andréi Tarkovski tenía razón,
el objetivo del arte consiste en “explicarle al hombre cuál es el motivo y el
sentido de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan
solo enfrentarlo a ese interrogante”. Por eso mismo, no se busca en ningún
momento concederle ni un segundo al espectador ávido de entretenimiento o, como
diría Martin Heiddeger, “ávido de novedades”. El arte, al menos desde la óptica
de estos “escultores del tiempo”, no busca ser complaciente con la intriga
vulgar, no apela a ningún recurso conocido para evitar los parpadeos
somnolientos de un espectador desatento a los matices. No existen,
prácticamente, cortes sucesivos para darle más “velocidad” al argumento; carece
del bombardeo constante y fugaz. Es decir, nos priva del ritmo odioso de la
lógica del consumo. El apuro es enemigo del goce estético. Por eso, si usted
está buscando una película para ver “mientras está cenando”, cambie de canal.
En cambio, la estética de
Angelopoulos requiere paciencia, dejarse invitar a una especie de danza suave.
No abundan los diálogos; habla la piel, la carne, el rumor del río y la
hostilidad del clima. La cámara, en un largo plano que se prolonga despacio, tiene
la gentileza de no ahorrarnos el esfuerzo, como un párrafo dilatado de una
página de William Faulkner o Marcel Proust, que nos devuelve la belleza que ya
creíamos ausente en el mundo. El espectador se aferra al cuerpo que narra y
vamos con la cámara siguiendo el vaivén de su plano secuencia, como uno de esos
rituales que solemos encontrar en su filmografía.
Cuánta belleza, por ejemplo, en
la ceremonia nupcial que tiene lugar a orillas del río que separa una nación de
otra. El casamiento se celebra en la clandestinidad, cuando no hay custodia en
la frontera. En la orilla de enfrente, el novio; de este lado, la novia. Un
sacerdote da las bendiciones correspondientes y, sin intercambio de palabras,
los jóvenes contraen matrimonio a la distancia ante la mirada del pueblo que
acompaña. Hay violines y silencio, hay rostros que dicen, hay también el drama
humano que traspasa las fronteras arbitrarias que el poder remarca después del
amor.
La cámara se acerca para dominar
un rostro hasta construir un primer plano. Ahí se queda, y empieza el trabajo
del espectador. Las sensaciones son confusas: ganas de llorar, ganas de
sonreír, ganas de gritar y enmudecer para siempre.
Marcello Mastroianni fuma y mira
a la nada. La soledad es inmensa, pero hay algo hermoso en la mirada, como si
perforara la verdad del tiempo y las razones de un íntimo dolor. Su personaje,
es el de un político e intelectual que era la esperanza en toda Grecia. De un
día para el otro, decidió renunciar a todo, a su carrera, a su mujer, a su
prestigio y su dinero. Nunca más nadie lo vio hasta que, ahora, un periodista
cree reconocerlo y se obsesiona con él. ¿Por qué ha renunciado a todo y se ha
ido a vivir a un pueblo en la frontera? ¿Por qué ha dejado toda su carrera y,
en el mejor momento, ha decidido vivir como un fugitivo, en la pobreza? ¿Quién
era ese hombre? ¿Qué clase de crisis existencial le ha hecho cambiar su destino
abruptamente? ¿Qué verdad creyó encontrar cuando, a punto de dar su tan
esperado discurso en la cámara de diputados, enmudeció?
Está ahí, en el estrado, y
levanta los ojos. Un rostro perturbado y la mirada quieta en el abismo. Guarda
su discurso y se acerca al micrófono. Hay mucha expectativa, el público se
inquieta cuando lo ve vacilar. Antes de retirarse y desaparecer para siempre,
dice:
“A veces hay que callar, para oír
la música que hay detrás del sonido de la lluvia”.
Y nosotros copiamos el gesto
porque, habría tanto más por decir de esta película y, sin embargo, preferimos
el silencio. El resto es tarea del espectador.
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