Rashōmon (羅生門)
Escribe Rocío Vélez
“Era un frío atardecer. Bajo Rashōmon, el sirviente de un samurái esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes”, Rashōmon (1915) de Ryūnosuke Akutagawa.
La literatura ―en especial las grandes obras―, además de darnos placer por sí misma, puede ser el punto de partida de otras creaciones; ese es el caso de la película Rashōmon (1950), de Akira Kurosawa, que surge a partir de su encuentro con los cuentos de Akutagawa. El cineasta fusiona los textos Rashōmon y En el bosque (1922) para utilizarlos como base argumental.
Ambos artistas estaban inmersos en una realidad donde las estructuras tradicionales se desmoronaban. Las historias de Akutagawa y la adaptación cinematográfica de Kurosawa se encuentran en un punto de intersección donde se cuestiona la naturaleza de la verdad, la moralidad y la confianza humana. En un Japón devastado, tanto física como moralmente, por la guerra y la decadencia del imperio, los personajes de Rashōmon simbolizan una sociedad en crisis que lucha por encontrar un sentido.
Rashōmon, construida en el año 789, fue la más grande de las dos puertas de la ciudad japonesa de Kioto. Durante el siglo XII se fue deteriorando hasta convertirse en una "guarida de ladrones" y "personas de mal vivir". La gente tiraba basura, cadáveres y bebés abandonados en el lugar. Podríamos pensar que, tanto para Kurosawa como para Akutagawa, Rashōmon es la representación de todas las miserias de un Japón en ruinas.
En las ruinas de la gran puerta se encuentran un sacerdote (Minoru Chiaki); un leñador (Takashi Shimura) y un caminante (Kichijirō Ueda), acorralados por la lluvia. Al leñador lo angustia el recuerdo de un hecho: un crimen del cual fue testigo.
A partir de la experiencia narrada por el leñador se desprenderán de forma rizomática los relatos de Tajômaru, un bandido reconocido, interpretado por Toshiro Mifune; de Masako, la esposa del samurái asesinado, interpretada por Machiko Kyō; y de Takehiro, el samurái, interpretado por Masayuki Mori, que hablará a través de una médium. Estos relatos solamente comparten la certeza de que Masako ha sido violada por Tajômaru en el bosque.
Tajômaru aclara ante los jueces que, al verlo pasar, no buscaba matar al samurái. Sin embargo, “una leve brisa” levanta el velo de seda que cubría el rostro de la mujer que lo acompaña y desde ese instante ella se constituye como objeto de deseo para Tajômaru. A partir de esto, él ideará un plan para lograr poseerla. Luego de que el “bandido” cumple su objetivo adentrando a la pareja en el bosque a merced de un engaño.
Masako le dice a Tajômaru que uno de los dos hombres debe morir, o morirá ella “antes que soportar el dolor y la vergüenza de saber vivos a quienes la habían poseído”.
El personaje del bandido, en el cuento de Akutagawa, tiene una fuerza distinta, un honor que en la película de Kurosawa es disminuido y que mucho tiene que ver con el contexto de creación y las preocupaciones del autor:
“…Le aclaro, señor, que yo mato con katana, y no como ustedes, que matan con el poder, con el dinero, hasta con el pretexto de hacer un favor. Es cierto que no derraman sangre y sus víctimas siguen viviendo; pero así y todo son muertos, sombras de vivos. Si medimos los alcances del delito, es muy difícil fijar quién es más criminal, yo o ustedes”, dice Tajômaru en pleno juicio, buscando que el lector reflexione también sobre su situación y la situación política que inunda la realidad: ¿Quién es más criminal realmente?
En la versión de la mujer, cotejamos que víctima de la codicia, Takehiro siguió a Tajômaru hasta un lugar donde había un tesoro escondido. El bandido, luego de atar y silenciar con un montón de hojas al samurái, conduce a Masako hacia ese lugar y la fuerza a tener relaciones sexuales frente a Takehiro. Ella cuenta que, luego, en los ojos de su marido vio desprecio y “también su odio”. “Vergüenza, rabia, angustia…; no sé bien lo que sentí. Sin poderme dominar, enloquecida, clavé la daga en su pecho”. Su honor la cegó y asesinó a su marido, sin poder darse muerte a sí misma después.
Finalmente, el samurái asesinado, a pesar de la vergüenza y el dolor que le produce volver a los hechos, reafirma la primera parte de los relatos ya contados, sin embargo, en su versión es él quien se suicida ante la humillación y el desprecio que le provoca ver que su mujer, luego de ser poseída, escucha atentamente la propuesta de Tajômaru. El honor lo conduce al harakiri.
En todas las versiones hay un impulso que le impide a los personajes ser sinceros, consigo mismos y con los otros sobre sí mismos, y que los llevan a trastornar las historias, mentir o mentirse sobre sus propias experiencias.
Mientras en el cuento de Akutagawa los testimonios de los personajes se van concatenando, Kurosawa nos muestra, como si fuéramos testigos del juicio, un primer plano de cada narrador y luego utiliza el recurso del flashback para trasladarnos al recuerdo de cada uno.
Llegando al final del filme y ante tanta confusión sobre este hecho, el sacerdote exclama, angustiado: “Si los hombres no confían los unos en los otros, este lugar que llamamos tierra podría ser en realidad el infierno”. Para este personaje, más grave que todo lo que se está viviendo en ese momento, es el egoísmo del hombre: “Esta vez, podría finalmente perder mi fe en el alma humana. Estos hechos son peores que los bandidos, las plagas, las hambrunas, los incendios, o las guerras”. Lo que tenemos que pensar en realidad, sin dejarnos conmover por su inocencia, es si todo aquello no es resultado de ese egoísmo que se retroalimenta entre los poderosos y el pueblo, y que la historia arrastra hasta nuestra cotidianeidad.
Las múltiples versiones del crimen presentadas en Rashōmon no solo reflejan la complejidad de la verdad y la subjetividad de la percepción humana, sino que también cuestionan nuestra capacidad para encontrar justicia en un mundo fracturado. Quizá habría que pensar en el egoísmo como motor de la mentira, la guerra, el crimen. Quizá habría que pensar en qué momentos estamos siendo egoístas nosotros y como influye en nuestro rededor. Quizá habría que pensar hoy en el egoísmo como motor de todos nuestros males contemporáneos.
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