Mrs. Dalloway
Escribe Lucio Vellucci
En medio del mundo frívolo, de la vida convencional y rígida de la aristocracia inglesa, el suicidio de un joven que se tira por la ventana pareciera ser lo único realmente auténtico; al menos en el desplazamiento que hace Virginia Woolf desde el interior de cada uno de los personajes. ¿Cuál es la verdad que subyace, y que sostiene la estructura moral, el mundo de usos y costumbres de la aristocracia londinense, y que la sombra del suicidio de un desconocido en el periódico, pareciera poner en evidencia?
Al modo de Ulises de Joyce, la novela relata un día común y corriente en Londres, durante el periodo de entre guerras mundiales. Un solo día en el que los pormenores podrían llevarnos mucho más lejos de las fronteras en que la autora decide detener los monólogos interiores para, en una decisión estética de desplazamientos de puntos de vista, hacernos ambular por la ciudad desde la realidad de otros personajes, abriendo el panorama desde subjetividades variantes. Justo cuando estábamos a punto de capturar el todo cerrado de la realidad, la autora muda el enfoque hacia el interior de otro personaje que pasa caminando por ahí y nos arrastra la atención, y nos lleva con él. Es indudable la influencia joyceana en Woolf, al escribir Señora Dalloway, cuatro años después de Ulises.
Hay un contraste entre la racionalidad inglesa, el mundo ordenado de las calles de Londres, y una locura que se nombra desde lejos, que no pareciera pertenecer a ese mismo mundo de la alta sociedad; al menos, como si las consecuencias de esa locura consistieran en una mancha oscura que amenaza desde la distancia con ensombrecer la pureza de una realidad para unos pocos.
Clarisa Dalloway se propone dar una fiesta. El día transcurre entre preparativos, indicaciones al servicio doméstico, intrigas y sugerencias respecto a quién invitar y a quién no; el día transcurre mientras piensa que podría haber elegido otro destino, por ejemplo, casarse con Peter Walsh en lugar de hacerlo con Richard Dalloway; el día transcurre mientras piensa en cuál es el sentido de brindar una fiesta, “una ofrenda a los otros”, sin preguntarse precisamente el por qué. Elizabeth, su hija, también tiene un destino, una identidad que empieza a construir, también puede monologar; lo mismo que Richard; que Peter; que Lucy, la empleada doméstica; que la mujer de alguien que quiere ser invitada a la fiesta y ese alguien que puede ser un funcionario, un primer ministro, un gran empresario. Todos tienen su momento para brindar su monólogo interior, de mostrarnos quiénes son realmente detrás de la ropa, debajo de las etiquetas: debajo de la superficie, lo que hay, es más superficie; capas y capas de frivolidad que no se agota.
Y quizá sea cierto, que somos más frívolos y convencionales de lo que nosotros creemos; porque de la boca para afuera, nuestra voz trata de mejorarnos cuando, en el silencio hablante de la consciencia, estamos constantemente traicionando nuestra frágil identidad.
Peter, por ejemplo, que ha vuelto de la India después de tantos años. Había estado comprometido con Clarisa y, sin embargo, dejó Londres para instalarse en la colonia donde se casaría, se divorciaría y (sin estar tan seguro de ello), se enamoraría de una joven de la India. Pareciera que todo lo que hacen es motivado por el cálculo, por una racionalidad en la conducta, por un temor al deseo genuino. Por eso ha vuelto Peter, de sorpresa; ha querido caminar nuevamente entre las calles ordenadas de Inglaterra, volver al mundo de la modernidad en donde se pisa sobre seguro, donde el caos es apartado más allá de las fronteras de la civilización. El Big Ben marca las horas con puntualidad asombrosa, es la ingeniería del progreso que matematiza la vida de los ciudadanos, es el ritmo que consultan los cuerpos para calcular las pasiones.
Pero Virginia Woolf construye al personaje más notable de esta novela, para marcar un contrapunto, quizá como una necesidad propia de mostrar el asco por una vida moribunda e hipócrita. Septimus hubiera querido ser poeta, y quizá lo fuera. Pero lo han arrastrado a la guerra justo cuando había llegado a Londres para estudiar a Shakespeare. Es allí, durante la Primera Guerra Mundial, donde empieza a comprender lo otro de la civilización, la guerra que se disputa lejos de ese mundo de la aristocracia pero que, a su vez, justifica su sentido, sostiene sus privilegios.
En combate, Septimus ve morir a su mejor amigo. Pero permanece impávido y no se deja vencer por la tristeza; es inglés, no va a manifestar su desesperación de un modo bárbaro, al contrario, se va a contener, lo va a soportar. Pero el hombre, así como la cultura, no puede reprimir sin una consecuencia tarde o temprano; la energía que bulle debajo del cuerpo individual o social, al final, busca una vía de escape: ese punto de fuga es lo que desborda: la locura, la revolución.
Los médicos recomiendan un período de alejamiento, porque “es muy perjudicial el contacto cercano con los seres queridos en la situación en la que se encuentra”. Rita, su mujer, quiere cumplir el deseo de Septimus, quien no quiere ver a los médicos. La razón occidental insiste en que el paciente debe ser trasladado, no puede convivir el delirio con el mundo de la ciencia. El médico se ha abierto paso en el muro que Rita quiere imponer, y sube las escaleras. Septimus escucha los pasos de la Modernidad subiendo las escaleras, cada vez más cerca de su habitación. Ahí está la ventana, ahí está la liberación.
Sra. Dalloway finalmente brinda su fiesta, porque los invitados llegan y hacen la pantomima que acostumbran: hablan, observan, deducen, juzgan. Alguien comenta que ha visto en el diario el suicidio de un joven que se arrojó por una ventana. En medio de la fiesta se cuela la muerte. Clarisa Dalloway siente que ya no es igual, esa muerte le ha tocado profundamente porque “en el momento que daban la noticia, siempre lo experimentaba en carne propia; su vestido ardía en llamas, su cuerpo se quemaba. Se había tirado por la ventana. La tierra había subido a su encuentro; deslizándose, desgarrando, los barrotes oxidados de la reja habían atravesado el cuerpo del muchacho. Yacía con un golpe seco, un golpe seco, un golpe seco en el cerebro, y después una oscuridad sofocante”.
Ella también ha pensado alguna vez en ello; porque ya lo decía Camus en El mito de Sísifo: qué persona sana no ha pensado alguna vez en el suicidio seriamente. Pareciera que Virginia está queriendo echarle en cara a la moral victoriana su propia enfermedad, su insistente rechazo a enfrentarse al absurdo de la existencia.
La guerra del imperio es llevar la muerte lejos, trasladarla a otra región, para que la pregunta no incomode. Sólo apartando su angustia es posible preservar la ilusión de un mundo en equilibrio, de un mundo ordenado en que gobierne la Razón. Sólo de esa manera el sonido del Big Ben es más nítido que el ruido de las bombas. Pero los hijos de la guerra caminan las mismas calles, deambulan por las mismas plazas bajo un mismo cielo; vuelven a mostrarnos lo absurdo de la fiesta de unos pocos, son los representantes del delirio de esa causa, de la vergüenza propia que no pueden terminar de esconder. Virginia Woolf logra, entre otras cosas, una de las críticas más profundas a su sociedad, a su propia gente, a su propia clase. Ella hizo a Septimus porque despreciaba la hipocresía de los suyos, la moralidad de la época y, sobre todo, el esfuerzo excesivo en mantener una cordura ridícula. Sin embargo, la novela por algo no se llamó Septimus, tampoco Clarisa, sino Sra. Dalloway.
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