LA MUJER SIN CABEZA
Reflexión sobre el largometraje de Lucrecia Martel
Escribir es asumir riesgos. Hay que decidir. ¿De qué hablar? ¿Qué decir y qué no decir? ¿Cómo decirlo? ¿Para quién? Siempre estamos a punto de caer en el error. No hay fundamento para sostener por qué La mujer sin cabeza y no otra película de la misma directora, Zama, por ejemplo. Quizá porque no se puede hablar de todo. Pero tampoco es posible hablar de nada.
Nuestro riesgo es hablar de La mujer sin cabeza, película también conocida como La mujer rubia. En esta sumatoria de tropiezos de un discurso que quiere acercarse a la obra, cuando ya está todo dicho en ella, nuestro consuelo es que, quizá, la escritura no sea más que el ejercicio de un error con el cual buscamos el milagro de una pequeña luz de sentido.
En La ciénaga, por ejemplo, también de Martel, somos nosotros, los espectadores, quienes estamos constantemente incurriendo, casi, en el error. Porque la película siempre nos lleva al borde, nos propone un juego en la liminalidad del proceso narrativo. La violencia puede desatarse en cualquier momento, el incesto casi se consuma una y otra vez, el estallido se avecina. Estamos esperando que en algún momento pase algo, que surja el problema que desate la posibilidad de que la obra se direccione hacia una resolución del conflicto. Pero no. La expectativa es baladí. No sabemos por dónde nos va a sorprender, y no hay sorpresa. Y cuando ya no esperamos que suceda nada, porque nos fuimos acostumbrando al realismo de una burguesía salteña en decadencia, al final, algo sucede, absurdo, triste, como esas cosas que dan ganas de retroceder un poquito en el tiempo para corregir ciertos detalles y, así, evitar la tragedia.
Un rasgo distintivo, en Lucrecia Martel, es ese llevarnos todo el tiempo a una tensión que se juega más en la experiencia del espectador que en los personajes. No importa la trama, el argumento es escaso en algún sentido. Martel asume los riesgos y sale ilesa, porque sabe decidir. La pregunta no es qué decide narrar, sino, qué decide esconder. No se trata de puntos de vista, se trata de un efecto impresionista.
Sin dudas, la directora, palpa con una sensibilidad finísima la realidad del norte argentino, prácticamente olvidado en el cine nacional, cuando no, invocado para otorgar un tinte pintoresco de sierras y siete colores, quebradas y clichés porteños de un imaginario turístico. Su obra surge desde las mismas entrañas de esa sociedad, por eso logra retratar no solo la desigualdad económica: vemos, además, una marcada distancia étnica, siempre sugerida, propuesta ahí, en los rincones de la trama, para el trabajo atento del espectador. Y ese es otro de los elementos que distinguen su obra de la mayoría de las laureadas, vulgares películas hartamente festejadas por un público que rápidamente las consume para rápidamente olvidarlas.
Martel es grande porque no muestra. Crea la atmósfera, deja que nos asomemos, pero retira la cámara justo cuando íbamos a ver la totalidad. Hay que saber retirarse a tiempo para no exhibir el todo obsceno. Hay que deslizarse sobre el borde y resistir la tensión.
La mujer sin cabeza cuenta, entre otras cosas, un breve episodio en la vida de Verónica, personaje protagonizado por María Onetto. Una mujer de clase media-alta, de la que sabemos nada y de quien nos vamos enterando algunas cosas. La información que nos va proporcionando Martel sobre los personajes es solamente la necesaria para construir una totalidad que armonice con la obra. A partir de unos pocos elementos sabemos quiénes son, no necesitamos más para completar el mapa de una estructura familiar en una sociedad de profundas desigualdades sociales y, diríamos, de castas.
Verónica está traumada, parece que está perdiendo la cabeza. Tuvo un accidente en la ruta, atropelló un perro. Pero no está segura, sufre un estado de shock. Por la noche va a cerciorarse. Ahí está el perro, tirado a un costado, al borde del canal. “Es un perro, Vero. Te asustaste. Ahí está, es un perro”, le dice Marcos, su marido. No sabemos qué pasó, si es cierto o no que Verónica mató a una persona o simplemente atropelló a un perro. En realidad, no importa tanto qué pasó, sino los efectos de lo que ella está convencida que sucedió.
Verónica tiene una relación extramatrimonial con el marido de su prima, que a su vez es el abogado de confianza de la familia. El retrato de un círculo de complicidades, de los privilegios de clase, de las mentiras que se callan, de la hipocresía, es magistral. Martel no exhibe símbolos a través de sus personajes, más bien propone personas comunes que no encarnan la maldad o la bondad, o la locura, o la infidelidad, o el egoísmo; no necesita recurrir a los tópicos clásicos para desligarnos de nuestra responsabilidad ética frente a la obra. Por eso nos interpela e incomoda en tanto que apunta a cuestionar los privilegios de una clase social que puede sortear ciertas dificultades al hacer uso de los llamados “contactos”.
Un chico va todos los días a su casa y pregunta si puede lavarle los autos, si tiene algún trabajito para hacer, si tiene algo para comer. La empleada doméstica está ahí, como una sombra al servicio del matrimonio. El jardinero trabaja en el patio, cava con la pala y encuentra que, debajo del hermoso parque, hay una pileta enterrada. Es la gran metáfora que acompaña, sutil, toda la película.
“Que cave un poquito más al costado, así esquiva la pileta”, dice Marcos. Martel muestra y no muestra el contraste asombroso entre una clase media-alta profesional, con “contactos”, blanca, y la clase trabajadora mestiza, marrón, sobre la que recae el peso de una historia de explotación y postergaciones.
Hay una realidad que subyace debajo del pasto, debajo de las plantas perfectamente podadas, debajo de las flores que simplemente van y se compran. Debajo de la realidad que buscamos adornar, hay una verdad que unos pueden tapar con ayuda de sus privilegios mientras otros, como el jardinero, la padecen y, sin querer, la van des-ocultando. Se trata de una metáfora del conflicto histórico de ocultamientos y develamientos: en medio, la realidad humana con sus miserias y generosidades, merodeando los límites del yo, siempre al borde de perder la cabeza.
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