¿LEER A ONETTI?

Escribe Lucio Vellucci

Rodeos preliminares y reflexiones sobre La vida breve

Leer o releer a Juan Carlos Onetti implica asumir decididamente el trabajo de lector; no se trata de echarse ahí a esperar a que venga la intriga de una historia, o dejarnos arrastrar por el vértigo de una trama. La lectura se torna, en Onetti, agradablemente espesa.

Podríamos pensar en cómo las distintas estéticas van construyendo sus propios lectores. Algo de esto aborda Ricardo Piglia en sus clases, devenidas ensayo titulado Las tres vanguardias. Saer, Puig y Walsh son las tres líneas vanguardistas que desarrolla Piglia; cada uno de ellos constituye un modo específico de lectura, demanda ser leído de una manera particular, de acuerdo a una tradición en la que se inscribe. Saer, Puig y Walsh, abrieron nuevos caminos, exploraron horizontes no inventados hasta entonces y nuestra tarea, como lectores, es leer a cada uno de ellos como requieren ser leídos.

Hay lectores buenos y malos. Un mal lector es aquel que lee a Saer en clave Puig, o a Puig en clave Walsh. En todo caso, podemos aceptar ser buenos lectores de no todas las esferas y quedarnos en un nicho específico de goce literario prescindiendo de otras estéticas. No se trata de entender al autor, sino del placer de ponerse al servicio de él, en el sentido de aceptar la propuesta de lectura que está demandando de nosotros.

Es cierto, el mercado editorial a veces promueve una única posibilidad estética y así, legitimando un deber ser de la literatura, cercena el complejo mundo de otras experiencias inhabilitadas por la lógica consumista de lo novedoso, la lectura ágil y fluida, los lugares comunes para evadirnos de la responsabilidad del verdadero arte de la lectura.

Es decir, la estética que se promociona actualmente es anti onettiana. La literatura hegemónica es de descanso, incluso cuando se pretenda disruptiva, provocativa, etcétera. Nunca incomoda verdaderamente, mucho menos va a conmovernos.

De los tres vanguardistas argentinos, el que con seguridad sabemos que sí leyó a Onetti es Juan José Saer. Y los dos leyeron y releyeron a Roberto Arlt.

Respecto de La vida breve, de Onetti, habría que optar por una de las tantas líneas de reflexión posibles. Quizá ya está todo dicho sobre esta novela, pero la relectura nos ha sacudido y es el interés en salpicar a otros, o de establecer un puente entre nosotros, los lectores, para reconocernos en esta especie de bruma onettiana en que erramos cotidianamente.

Menos romántico que barroco, la aventura, en Onetti, transcurre siempre dentro de espacios cerrados. A diferencia de otros autores del Boom como Vargas Llosa o García Márquez, los protagonistas no salen a hacer su destino al exterior; es la fatiga, y la aventura viene al encuentro del personaje que espera no pasivamente en una habitación cerrada, entre el calor, el humo de los cigarrillos y el olor a ginebra.

Hay esa sensación de absurdo de salir a buscar un motivo allá afuera, y la historia sucede siempre dentro de las paredes de un departamento, de una habitación, de un consultorio o una oficina. No hay llanto, hay resignación. No hay tristeza en la nostalgia. Era lo mismo al fin y al cabo esta vida u otra, y no hay vergüenza en fantasear con los posibles otros destinos.

¿Qué hubiera sido de mí, se pregunta Brausen -el protagonista-, si las elecciones hubiesen sido otras? Pero ahí está él, echado en la cama, con un vaso de ginebra en la mano, no convencido del todo en que los otros Brausenes hubiesen sido mejores. Sospecha que la vida lo hubiera arrastrado a la misma bucólica pesadumbre de conformarse con ser nada más que uno solo de todos los posibles.

Su estado es el quedarse, perpetuarse en el desasosiego, mientras juega al plagio de otras identidades. Inventa otros. Es el doctor Díaz Grey para el argumento de cine que escribe. Es Arce cuando decide, casi sin quererlo, como empujado primero por el azar, después por el peso de la costumbre, a engañar a su vecina para amarla con otro nombre.

Pero Diaz Grey termina siendo Brausen. Brausen no puede no ser él mismo ni siquiera cuando usurpa el yo inventado del médico de Santa María. Tampoco deja su sí mismo cuando se convierte en Arce para ser el amante de la Queca, su vecina; de cualquier manera, siempre es el mismo yo abatido y cansado en un cuerpo que observa el curso de su existencia con cierto desinterés, casi como un espectador que se entretiene desde afuera con la suerte de un Brausen que no quiere tomarse en serio.

Los personajes de la novela están desligados de todo linaje, no hay descendencia ni progenitores, no hay paternidad ni maternidad, no hay vínculo genealógico hacia arriba o hacia abajo. No hay origen ni futuro en esta propuesta adultocéntrica. Se carga con un pasado individual que se queda siempre aquí, y acompaña el presente aplastante. Pareciera decirnos que por más que cambiemos de nombre, de lugar, de amante, de trabajo, de obsesión, es decir, por más que nos esforcemos en ser otros y lo logremos, no por eso la existencia sería menos absurda. No por eso resistiríamos mejor al paso del tiempo y el olvido.

La estética onettiana es estoica, en algún sentido. Al menos, reinventemos el modo en que reclama ser leído en una cultura de consumos fugaces. ¿Qué pueden volver a decirnos las “viejas” estéticas? ¿Qué clase de voces se actualizan en el susurro paciente que persiste?

En Sobre la brevedad de la vida, Séneca dice que “no tenemos escaso tiempo, sino que perdemos mucho. Nuestra vida es suficientemente larga y se nos ha dado en abundancia para la realización de las más altas empresas”. ¿Cómo no volver entonces a la neblinosa prosa de Onetti? ¿Por qué abreviarnos la existencia con lecturas demasiado entretenidas? ¿Cómo no el retorno a lo que nos alarga la vida?


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