EISEJUAZ

Por Rocío Vélez

Sara Gallardo escribe Eisejuaz, con las manos de otro. Quizá, con las de Lisandro Vega; con las de algún mataco, toba o chiriguano desplazado; con las del Pilcomayo; con las de quienes sus voces no fueron escuchadas en la historia de nuestro país.

El protagonista de este libro es Lisandro Vega o Eisejuaz, “el comprado por el Señor” (uno de los tantos epítetos que acompañaran ese nombre), un mataco, convertido al cristianismo de niño. “Sos grande, pronto cazarás con los hombres sin tener la edad. Algún día serás jefe”, le dice la madre a Lisandro Vega, en su infancia, y esa es una de las primeras caracterizaciones que irán reafirmando dos cualidades suyas: la fuerza y el liderazgo. El Señor habla con él en diferentes etapas y, a través de mensajeros, lo sueña, lo escucha: “me habló con sus mensajeros en el Pilcomayo, cuando fui chico (…), me habló con sus mensajeros en la misión (…)”. Un día, “lavando las copas en el hotel me habló Él mismo”, el Señor "le compra" sus manos, se las pide y Eisejuaz se las da. ¿Son las manos un acercarse al Señor? ¿Son las manos un medio para el Señor? ¿Qué simbolizan las manos? ¿Qué sentido tiene el tacto cuando ya nada tiene sentido?

“El Señor” hace referencia a un dios, pero no es el Dios cristiano, es Otro, es aquello en lo que se creía antes de que el hombre blanco pisara la tierra impura, es la naturaleza. Los ángeles (o mensajeros) del Señor, que hablan con Lisandro Vega, son representados a través de animales: tigre, suri, sapo, charata, tatú. Lo divino, está ligado a lo terrenal.

La novela, sin respetar los lineamientos temporales que pueden regir la vida del lector, mezcla y fragmenta pasado, presente y futuro; va, viene y se va, otra vez. Porque así es el discurso del protagonista, porque así piensa él. Entonces, en algún momento, muerta la mujer de Eisejuaz, los mensajeros se van de su cuerpo y pierde la fuerza, siente que lo abandonan, siente la cercanía de la muerte, “vacío de mensajeros, el corazón se estaba por apagar”. Reza, el reverendo lo escucha, lo echa del campamento cristiano, no puede aceptar tamaña herejía, “veneno del alma de los matacos”, lo denigra. Lisandro Vega intenta escuchar la voz de aquel que lo guía: “el señor brilló sobre el río pero no me habló, movió el monte pero no me habló”.

Al irse del campamento Eisejuaz comienza una especie de peregrinación. “A pies iré para Orán. No en tren, no en ómnibus. A pies. Y a lo mejor, vuelven los mensajeros a mi alma”. Ya en Orán, busca al “hombre conocedor”: Ayó, Vicente Aparicio, quien lo ayudará a recuperar a los mensajeros que lo guiarán en el “último trayecto” de su vida. Esta etapa de Lisando Vega es como el recorrido de Dante, en la Divina comedia, ambos iniciándolo a los 35 años. Sin embargo, en lugar de estar guiado por un alma como la de Virgilio, le toca la compañía de Paqui, el “enviado del Señor”, por lo tanto, es su deber cuidarlo y acompañarlo. “Eisejuaz (…) regaló sus manos al señor. El Señor se las dio a Paqui, el paralizado, el baldado, el enfermo, semejante mugre”. Ellos recorrerán juntos el Purgatorio y el Infierno, Eisejuaz verá la maldad encarnada en su compañero, en los hombres del pueblo, en sus iguales, en los buenos cristianos. Y, cercano a las puertas del Paraíso, comenzará a escuchar la voz de su mujer, Quiyiye, Lucía Suárez. 

En la novela de Gallardo, la denuncia aparece entre líneas: Paqui cuenta entre risas la anécdota de una violación: “en el puerto de Rosario este que ves subió a un barco para divertirse con los oficiales. (...) Allí atamos a una, dejame que me ría, la sujetamos entre todos, nunca te imaginarás. Con una vela encendida, dejame que me muera de la risa, no pudo trabajar por meses”; unos hombres de la Misión chaqueña explicitan la situación en la que se vive, “mucha miseria hay en el monte. Ya no hay para cazar. Ya no hay para pescar. Todos los bichos huyen por los ruidos, por los motores, por los barcos, por los cazadores, por los aviones. La gente se muere de hambre”; hay menores indígenas en los prostíbulos y racismo en las calles, “¿cómo aquella que era como la flor tiene que estar en estas cosas?” se pregunta Lisandro Vega y le pregunta al Señor, pero nadie contesta.

Todo es narrado de una forma sumamente poética, “una lengua que implica una verdadera creación”, le escribe Mujica Láinez a Gallardo en una carta. Y, si bien podría pensarse que la autora rompe el lenguaje para narrar esta historia, en realidad, es el lenguaje el que decide ser otro. Es, como sucede con Lisandro Vega, el elegido-comprado para ser otro y nombrar-contar lo que fue ajeno a la historia: la vida de un mataco, de los otros que también son el pueblo.

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