LAS CRIADAS

Por Lucio Vellucci

En el pasillo de "Espacio Callejón", hacemos fila para entrar a la sala. No es habitual para nosotros un domingo apenas después del mediodía. Sin embargo, asistimos a la ceremonia y no somos pocos. Recorrimos noventa kilómetros, desde Zárate, para ver Las criadas, de Jean Genet, dirigida por Facundo Ramírez. El teatro requiere de nuestros cuerpos presentes, nos arrastra, nos convoca. Ingresamos, nos va envolviendo la sacralidad del espacio, la disposición de algunos objetos que están a punto de convertirse en escenografía, cuando comience la función. El público ingresa y se ubica entre las gradas: ruido de sillas, el murmullo incesante profana el trance hacia esa otra realidad.
Dos personas vestidas de negro en un rincón del escenario. No se mueven, permanecen con los ojos cerrados, cada uno sentado en su silla, posición meditativa. Sorprende que los actores ya estaban ahí, antes que el público. O, quizá, no son los actores, sino los personajes en estado de espera. Son las criadas, Clara y Solange, o todavía son Pablo Finamore y Claudio Pazos. Algunos continúan una charla iniciada afuera, hay quienes se asombran como si vieran un objeto en un museo y aprovechan a fotografiar a las estatuas. Mientras el flash usurpa la intimidad del otro, me pregunto si alguien más se sentirá interpelado por ellos, descolocado por la energía que emanan en su quietud.

¿Ya empezó el teatro? ¿Están actuando esos cuerpos? ¿Simulan ser las criadas, simulan ser los actores? ¿Simulan ser La señora? ¿Quiénes son en ese trance previo a la función? ¿Qué es lo teatrado y qué no lo es? Algo en la atmósfera de la sala anuncia que la ficción ya comenzó, se percibe en ese contacto cuerpo a cuerpo entre actores y público.
Comienza la obra y, en el fondo, un espejo es parte central de la escenografía, de cara al público que se refleja. Como en Las meninas, de Velázquez, estamos incluidos, de alguna manera, en la obra. Algo parece sugerirnos que no hay un por fuera de la ficción, que los límites no están claros, son difusos. Cuando Solange y Clara se miran al espejo, se paran frente al público: el espejo somos nosotros, las criadas son nuestro reflejo y nosotros somos ellas.
El teatro es ese “hacer de cuenta que”. En la complicidad, la magia es conmovedora. Los actores hacen de cuenta que son los personajes y el público hace de cuenta que es real. Clara y Solange, en ausencia de La señora, juegan a hacer de cuenta que son ella, usan su vestido, copian sus gestos, sus movimientos, su voz. Hacen de cuenta que son lo Otro. Se desconocen por un momento en la imagen propia que se refleja en el espejo e imaginan, por un rato, que pueden ser La señora.
Las criadas desean asesinarla, pero es una dialéctica irresoluble. Juegan a matar a La señora cuando Clara o Solange hacen de cuenta que son ella, y cualquiera de las dos que represente el papel humillante de seguir siendo ella misma, lucha por rebelarse y, así, “llegar hasta el final”. Odian y aman a La señora. El sueño de ser como ella, de mirarse en el espejo y verse como Ella, no se concreta en la realidad; son impotentes para concretar el crimen, y se van conformando con hacer de cuenta que la matan en una ficción que las entretiene, a través de la cual van sublimando el resentimiento, la propia miseria, el goce sadomasoquista.
Clara y Solange planean envenenarla. Pero no lo hacen en nombre de una ideología, ni buscan liberarse de la explotación. No hay rasgo revolucionario, si se quiere, en ellas; los motivos son, más bien, tan miserables como la condición en la que viven. Lo que quieren es ocupar el lugar de La señora. Las criadas, en su estado alienante, carecen de algo así como una consciencia de clase.
Las criadas están obnubiladas por el lujo, los vestidos, las joyas. Quieren asumir la identidad del Otro y, de alguna manera, en tanto que lo desean, son lo Otro, son ese proyecto errado con el que pretenden conquistar los privilegios de la clase que las domina.
Hay algo así como una lucha de clases negada. El oprimido no busca el fin de la explotación, quiere ser el opresor, ocupar su lugar. La obra muestra la condición miserable en que se encuentran dos criadas humilladas constantemente por una mujer a la cual imitan y quieren parecerse. Hay que matar al Amo, no como acto revolucionario, sino para ocupar su lugar. Para eso, hay que introducir unas gotas de veneno en el té de tilo que La señora bebe todas las noches.
El té está servido. Clara lo ofrece a La señora que está a punto de beberlo. Pero no lo lleva a su boca, lo deja ahí. El tilo se enfría, la muerte espera en una taza. ¿Quién se tragará el veneno? ¿Qué actor, qué personaje, qué identidad simulada hará de cuenta que es el Otro cuando se decida el final?
Pablo Finamore hace de cuenta que es Solange, Claudio Pazos hace de cuenta que es Clara, Dolores Ocampo hace de cuenta que es La señora. Es admirable la seriedad con que juegan, la entrega completa a los personajes. Durante la obra, el tiempo y el espacio real dejan de existir, porque la ceremonia del teatro arrastra nuestros sentidos. Tanto que, cuando la obra termina y volvemos al mundo, nos cuesta creer que es mentira que no estamos todavía viviendo en la ficción. Entonces tenemos que es esforzarnos, hacer de cuenta que eso es la realidad, que somos nosotros mismos. Al menos, hasta la próxima función.

FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA  

Concepción de Escenografía: Facundo Ramírez, Roberto Traferri
Traducción: Luce Moreau-Arrabal
Actúan: Pablo Finamore, Dolores Ocampo, Claudio Pazos
Escenografía y vestuario: Silvia Bonel
Maquillaje: Luar Pepe
Diseño de luces: Roberto Traferri
Fotografía y diseño gráfico: Fernando Lendorio
Asistencia de dirección: Hernán Chacón
Prensa: Paula Simkin
Producción ejecutiva: Rosalía Celentano, Eleonora Di Bello
Dirección: Facundo Ramírez 

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