Un día en la vida de Ivan Denisovich

  Por Lucio Vellucci

Mirada sobre la novela de Alexander Solzhenitsyn

Basta describir un solo día de la vida de Shukhov, el protagonista de esta obra del premio nobel ruso (1970), para sentir en carne propia la opresión de una dictadura.

Si hay algo que, por si quedaban dudas, deja en claro la lectura de esta novela es la crueldad de la máquina moderna estatal para reprimir en nombre de un ideal. No hay diferencia ideológica en este punto. Ya sea que provenga de derechas o de izquierdas, de occidente o de oriente, una dictadura siempre ha torturado y asesinado en nombre de principios absolutos. Se explota y se reprime en nombre de la Democracia, del Progreso, de la Revolución, de la Humanidad, etc. Por esto mismo, el legado de la obra de Solzhenitsyn no es solo literario (como si con esto solo no bastara), sino, además, político, en el sentido de un compromiso ético al denunciar los crímenes del stalinismo cuando la sangre de los cadáveres estaba todavía caliente. Eso mismo nos enseña, como lectores de novelas, a honrar el acto de resistencia de un artista frente a una sociedad que en parte padece el totalitarismo y en parte lo festeja con elocuencia pregonera o bien observa con indiferencia.

Es cierto, hay muchas obras que narran los horrores de una dictadura y, en nuestro país, una larga tradición que va desde la no ficción a los géneros más alegóricos, crónica y ciencia ficción; diversos estilos de una denuncia, digamos, ya un poco gastada, cuando se usa el pasado como una forma de no hablar de los horrores del presente. Eso es lo que engrandece la obra de Solzhenitsyn, como la de Rodolfo Walsh en nuestro país, como la de Reinaldo Arenas en Cuba, a saber: ellos no hablaron de la opresión del pasado, denunciaban el terror del presente. Hoy los leemos como valor literario, como legado histórico y como desafío de actualización y resignificación permanente.

La novela narra un día en un campo de concentración soviético. La asfixia y la desesperanza vienen al lector, lo aplastan, sigue otro párrafo en busca de una salida. No hay nada. Solo queda sobrevivir, momento a momento, soportar el frío, el hambre, el cansancio, las horas de trabajo forzoso, pero Shukhov (Iván Denisovich) ya está acostumbrado, sigue su rutina, sobrevive, sin pasado y sin futuro, condenado a un eterno presente porque ha sido desconectado de su historia (solo dos cartas a su familia por año), y no sabe si la condena se extenderá por más tiempo, aun cuando haya cumplido la totalidad de la misma. El Estado coarta la ilusión de un destino propio, la condena limita la posibilidad de un futuro. Sin poder proyectarse, no hay libertar posible; el ser “condenado a ser libre” de Sartre, se reduce a la astucia de obtener un rincón cerca de la estufa para calentar las medias húmedas; a ingeniárselas para ocultar un pedacito de fierro para luego hacer una herramienta; a guardar una ración de pan para después, con cuidado de que no sea robada por los otros conscriptos; a lograr ser convidado con un poco de tabaco; a no dejarse estafar con el siempre igual de inconsistente plato de sopa.

Lo significativo de Un día en la vida, es la naturalidad con que el autor decide narrar el calvario de un campo de concentración. No hay torturas, no hay picanas, no hay mutilaciones, no hay violaciones sexuales, no hay cámaras de gas, no hay sangre ni muertos. La violencia es una rutina que, normalizada, no se nota. Allí radica la grandeza de esta novela, en mostrar el trascurso de una jornada desde que comienza, cuando “tocaron diana, como siempre, a las cinco de la mañana”, hasta que “Shukhov se dispuso a dormir. Estaba muy contento aquel día”.

¿Qué es lo que pone contento a un preso político, y digamos, además, condenado injustamente, en un campo en el que todavía le quedan tres mil seiscientos cincuenta y tres días como aquél? ¿Cómo hace un ser humano para soportar día a día ya no el sufrimiento físico, sino la desesperanza, la humillación de no ser?

El valor de esta novela, claro está, se agranda cuando el lector comprende el contexto en que fue creada y la experiencia que le dio vida. Alexander Solzhenitsyn conoció desde adentro, durante ocho años, el calvario de un campo. Sin embargo, quizá condicionado por ese mismo contexto totalitario que le impuso la censura primero y el retiro de la ciudadanía soviética después, no construye una figura heroica ni hace alarde de un victimismo facilongo.

Por el contrario, vemos a los personajes en una lucha por la subsistencia, una lucha de cada uno consigo mismo, a veces solitaria, a veces solidaria. Los hombres recluidos tienen como única esperanza que el termómetro anuncie menos de 40 grados bajo cero, porque de ese modo se suspenderían los trabajos; sin embargo, la temperatura no es menor a 29 grados bajo cero. Entonces salen inmediatamente y el frío se traslada del cuerpo de Shukhov a cada párrafo leído, de la página que se vuelve hielo a las manos que sostienen el libro, el congelamiento avanza y el lector advierte que los dedos que se hielan son los suyos, que la realidad está más acá de lo que parecía, que la ficción, una vez más, es esa puerta hacia una hondura real que acerca al cuerpo de otro, a la historia de otro, al sufrimiento de tantos hombres y mujeres que han padecido la represión, la tortura, la consciencia del dolor inútil, la humillación ante la indiferencia de los que miran para otro lado.

¿Qué hay de actual en esta novela? ¿Trasciende esta novela lo específicamente concreto de la realidad política que explícitamente cuestiona? ¿Toca y visibiliza, acaso, cierta terrible universalidad en el modo en que las formas totalitarias del Estado logran con efectividad la resignación de los oprimidos? ¿Cuál es la relación entre literatura y realidad social? ¿Qué gestos de complicidad o rebeldía subyacen en la literatura actual, para con las formas sociales de opresión hoy?

Un día en la vida de Ivan Denisovich es un día en un campo de concentración. El título es acertado, porque es la vida. Mientras sufren la condena, mientras hacen la rutina, los presos van viviendo, como pueden, pero no dejan de consumir su tiempo de vida en el absurdo de un sistema que tampoco cuestionan demasiado: están más preocupados por sobrevivir otro día más. Se trata de un ser-para-la-mera-subsistencia.

¿Cuántos y quiénes son los que van, o vamos, apenas sobreviviendo? Vale preguntarse por los de la espera en vano, de ayer y hoy. Porque eso hace un gobierno totalitario (cualquiera sea su ideología) con sus súbditos: reducirlos a la inmediata expectativa del hoy, robarles la ilusión de un futuro, condenarlos a la terrible preocupación del hambre actual, para desobligarlos de imaginar una vida mejor.

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