LA VIDA ÚTIL

 MIRADA SOBRE EL LARGOMETRAJE DE FEDERICO VEIROJ

Por Rocío Vélez

              Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta.

Orson Welles

La vida útil: un cuento de cine (Uruguay, 2010) es un homenaje tanto al cine como a los cinéfilos. Pero también –si observamos detalladamente, pausadamente, como nos invita a mirar la obra–, podemos lograr ser interpelados por algunas líneas que propician la reflexión.

En la película Jorge Jellinek hace de Jorge, Paola Venditto de Paola, Manuel Martínez Carril de Martínez y Cinemateca Uruguaya de Cinemateca Uruguaya. ¿Es real lo que vemos? Sí, porque “real” es todo lo que sucede en este documental intervenido con las pinceladas de ficción que decide plasmar Veiroj.

La película está filmada en blanco y negro. Esto puede ser una decisión estética o puede ser el resultado de alguna razón más arbitraria. Sin embargo, esta “ausencia” de los colores colabora con la idea de simpleza que atraviesa La vida útil, produce una especie de alejamiento que reafirma la categoría de ficción y permite poner el foco en detalles más sensoriales. “El color te permite describir a la gente de forma brillante, pero el blanco y negro te permite sentir a la gente”, dijo alguna vez Kenneth Branagh.

Mediante planos simples, Veiroj nos presenta a Jorge. Él trabaja en la cinemateca “todos los días, desde hace veinticinco años”, y lo que vemos de su vida es eso, por lo menos durante la primera mitad de la película: el trabajo artesanal y arduo que implica sostener una institución cultural en tiempos donde la utilidad y el rédito económico parecieran ser los rasgos destacados del progreso. Solitario, introvertido y entregado a la cinemateca. Lo encontramos, entonces, a Jorge decidiendo la programación, difundiendo en el espacio radial de Cinemateca mensajes que buscan la ayuda de la comunidad, revisando los asientos rasgados de las salas, proyectando películas, invitando a la gente a que se asocie y buscando soluciones sostenibles para ese espacio, en crisis. Este personaje a veces pareciera ser un gran niño, quizá por la inocencia con la que se lo ve afrontar su cotidianeidad, y por alguna extraña razón, nos transmite una suerte de ternura constante.

La cinemateca agoniza, los equipos cinematográficos se rompen; los socios disminuyen; se proyectan películas en salas prácticamente vacías; la Fundación que colaboraba les suelta la mano: “lamentablemente no vamos a poder continuar apoyando a Cinemateca en la medida en que no es un emprendimiento económicamente redituable”, dice Iriarte hijo; deben ocho meses de alquiler y están cerca del desalojo. Es la caída de Cinemateca y, también, la de Jorge. ¿Qué es de la subjetividad de este hombre que pasó veinticinco años cumpliendo las mismas funciones? ¿Qué será de este hombre cuando muera ese espacio que cuida como a un ser amado? ¿Qué será de nosotros si, con estos espacios, el arte también se desvanece? ¿Qué será de nosotros si caemos en la desgracia de vivir útilmente?

Se cierra para siempre el telón y finaliza la “vida útil” de Cinemateca. Jorge sale a la calle, lo acompaña la música de Leo Maslíah, Los caballos perdidos. Y, “tan inútil y quieto, como un viento mutilado” lo vemos recorrer las calles de la ciudad, desorientado él, desorientados nosotros. No queremos que el cine muera, ¿qué hacemos ahora? Hacemos cine con la vida.

Las películas comienzan a vivir a través de Jorge. El personaje tímido que conocíamos decide invitar a salir a Paola –a quien había conocido en una proyección en Cinemateca–; antes de encontrarla va a la peluquería y, otra vez, un primer plano nos muestra el rostro de Jorge ¿poseído? ¿renovado? ¿reencarnado? Se corta el pelo, cambiando levemente su estética, y deja para siempre aquel maletín en donde llevaba los últimos vestigios de su antiguo yo.

Digamos que poseído entonces, Jorge ingresa a la facultad de Derecho, rompiendo los esquemas de su personalidad habitual y, simulando ser un profesor suplente, comienza a monologar frente a los alumnos de una cátedra: “la mentira es universal. Todos mentimos, todos debemos mentir. La prudencia consiste en saber mentir con fines laudables. Hay que mentir para hacerle bien al prójimo. En una palabra: Hay que mentir sanamente, por humanidad. (…) La mentira es noble, libremos al mundo de la funesta verdad que lo aqueja… La mentira nos hará grandes, y buenos y bellos, dignos de habitar un planeta en que la naturaleza miente sin cesar…” Extracto de Sobre la decadencia en el arte de mentir, Mark Twain (1880).

¿Será la mentira, para Jorge, una forma de poder seguir con vida? ¿Será la mentira lo que sostiene al cine? ¿Será la mentira lo que nos sostiene a todos? ¿Será la mentira la que nos salve de un mundo en decadencia? ¿Será la mentira la única verdad que nos quede?

Ojalá sea mentira todo aquel discurso que priorice la utilidad por sobre el arte, por sobre la naturaleza, por sobre la vida. ¿Qué importa la utilidad que pueda tener una obra de Kandinsky, de Mozart o echarse sobre el pasto a contemplar los matices del cielo? “Nada de lo que resulta hermoso es indispensable para la vida. Si se suprimiesen las flores, el mundo no sufriría materialmente. ¿Quién desearía, no obstante, que ya no hubiese flores?” (Théophile Gautier, Mademoiselle de Maupin, 1835)


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