EL SILENCIO ES SALUD
Reflexiones sobre El silenciero, la novela de Antonio Di Benedetto (1964)
Un joven busca silencio en su
habitación. Se acaba de instalar un taller en el fondo de su casa y el torno,
el martilleo constante, el golpe metálico de las herramientas que caen al
suelo, contaminan de ruido la tranquilidad del hogar.
En la novela de Antonio Di
Benedetto la trama es menos significativa que el planteo de un problema
estético-existencial. Ya en 1964 al autor advierte sobre los peligros de una
civilización que no deja hueco sin ruido, de una civilización cuyo paradigma de
superación conlleva implícita la idea de un dominio de la especie sobre el
sonido de la naturaleza. “Considero al hombre como hacedor de ruidos. Sus
ruidos son diferentes de los ruidos cósmicos o los ruidos de la naturaleza”, se
queja-reflexiona el silenciero. De alguna manera, las huellas del ser humano
sobre el mundo son los ruidos que va dejando en su tránsito hacia la sordera
final.
¿Cuánto es el máximo de ruido que
podemos soportar? ¿De qué manera se nos entrena en la anestesia y participamos,
obedientes, en la anulación de nuestra propia sensibilidad? ¿Cómo plantear la
pregunta ya no por los límites tolerables de ruido, sino por la existencia del
ruido en sí como intolerable?
El
protagonista quiere escribir una novela, y no lo logra; nunca, finalmente, le
da comienzo. Se muda, se casa, tiene un hijo, pero estos son solo detalles: lo
que no cambia es su intolerancia a la falta de silencio. No recae en la
histeria, más bien la enfrenta con estoicismo.
El
silenciero indaga
sobre esta condición de la especie humana de “hacer ruido”. Pareciera advertir
sobre esta fatalidad: el hábitat natural de nuestra especie es cada vez más la
zona de sordera a la que se circunscribe nuestra rutina.
No sabemos qué efecto produjo esta novela hace sesenta años, cuando
salió a la luz, pero hoy no caben dudas respecto de su valor
emancipador. Desde
su publicación, la industria ha mejorado notablemente los mecanismos
generadores de ruidos. De allí la actualidad de esta gran obra del escritor
argentino. Más aun, cuando el narcisismo colectivo convalida cotidianamente
cada marca subjetiva de sonoridad, como derecho de hacerle oír al otro la
propia redención de autoestima, la impresión en el aire de una débil presencia
que se desvanece con la fugacidad de las ondas expansivas.
Como
plantea Martin Heidegger, el silencio es una posibilidad esencial del
habla. “Un mudo no solo no ha probado que puede callar, sino que le falta
incluso toda posibilidad de probarlo”. El silenciero, entonces, es aquel que
necesita silenciar al mundo; es decir, aquel que no soporta la falta de
oportunidad de esta civilización de callar: la cultura del ruido es muda y
sorda; no puede detener el vértigo de su propia impotencia para el silencio y
para la escucha.
La novela
de Di Benedetto no deja de ser un manifiesto abierto en contra de la ansiedad
modernizante: “Estar en el ruido. Es la consigna. Han elegido y no por antojo
pasa a ser el ruido signo o símbolo de lo actual, lo novedoso…”, reflexiona. No
hay pausa en la vorágine cotidiana. La radio y la televisión están ahí
encendidas para taponar los sentidos, por eso al protagonista se le hace
intolerable cualquier intromisión que enturbie la ausencia de sonido. “A
veces se percibe como un bloqueo, como una onda o infiltración sonora o un
susurro opresivo y deprimente” leemos, con cierta amargura.
¿Para qué
existe el murmullo monótono de la radio y la televisión, ese colchón de fondo,
ese sordo sostén de in-silencio, sino para anular la predisposición a la
escucha de sonidos? La música, nótese, requiere de la ausencia de ruidos:
“Stravinsky trabaja en habitaciones de paredes acolchadas, para que no entre el
ruido”, dice y, más adelante: “la música, que es sonido, cuando es música
impuesta se convierte en ruido”. Solo el ser humano es generador del ruido; no
podría serlo el viento en la copa de los árboles, el derrame de las olas del
mar sobre la costa, el constante fluir de un arroyo sobre las piedras, la
lluvia sobre el pasto: esta es la música del silencio.
Lo que
desprecia el silenciero es el resto auditivo de la actividad humana, la
consecuencia inevitable de cada acción concreta y descuidada de una
civilización que no puede “avanzar” sin desperdigar un clima de bullicio en
expansión. El ruido, en todo caso, es el malestar inevitable que no sufre el
sordo, sino aquel joven que con inevitable paciencia sigue rumiando los
rincones del mundo para hacerse descansar no los tímpanos, sino esa parte del
cuerpo que posibilita llorar sin culpa.
Por eso
mismo, nada tiene que ver este gesto poético con la posición autoritaria del
que obliga a no decir. Por el contrario, si hay algo que no tolera el Poder es
el silencio. Fue Eduardo Gruner quien advirtió que nunca una frase al servicio
de la represión y la censura como “el silencio es salud”, se había vuelto tan
revolucionaria en la actualidad. Los poderes establecidos no determinan lo
prohibido, más bien replican un monólogo ruidoso: en el griterío obsceno que no
cesa, no podemos reconocer la voz propia, no logramos escucharnos
verdaderamente. De ese modo, anulan la existencia: “lo malo del ruido es que no
me deja hacer lo que yo quiero. El ruido no me permite existir”, hace decir Di
Benedetto a su protagonista.
El
silenciero reclama el vacío necesario para habilitar la palabra. El ruido de
afuera no lo deja comenzar a escribir su novela; no lo deja escucharse y lo
vuelve impotente para decir. El ruido es la enfermedad que nos gobierna, y los
dispositivos de dominación van mejorando de forma inteligente el modo de
usurparnos la palabra. Pronto abandonaremos el deseo de reinventar el lenguaje
y cederemos a la impostura de un idioma ajeno y artificial.
O
emprenderemos el sendero de la cautela, caminaremos despacio, en puntas de pie,
y nos quedaremos callados, desobedientemente quietos, hasta reinventar el
lenguaje perdido. Al menos los balbuceos iniciales para imaginarnos un destino
mejor, quizá la utopía de un idioma al que pertenezcamos, por qué no la
literatura que se merecen aquellos que saben hacer un poco de silencio en medio
del griterío universal.
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