LOS POSEÍDOS

MIRADA SOBRE LA NOVELA DE WILTOLD GOMBROWICZ

Por Lucio Vellucci

Corre el mes de junio del año 1939. En las calles de Varsovia hay cierta tensión, todos se miran con desconfianza, no se sabe qué pasará. Los periódicos hablan de la convulsión en Europa, el conflicto con los alemanes, el creciente antisemitismo, ese olor a otra guerra que atemoriza. Los canillitas pregonan, en las esquinas, el Apocalipsis que describen las tapas de los diarios; además, se vende el primer episodio de Los poseídos, uno de esos folletines, como le dicen, de un tal Zdzislaw Niewieski, seudónimo con que Witold Gombrowicz camufla su verdadera identidad.

Un castillo antiguo, deteriorado, habitado por un conde solitario y medio loco. Conviven con él un viejo sirviente y un joven secretario que aspira a heredar toda su riqueza. En una de las habitaciones sucede algo muy extraño, nadie se atreve a entrar: aquellos que hicieron la prueba de pasar toda una noche allí adentro, enloquecieron… “observando más de cerca se tenía la impresión de que en la habitación pasaba algo que estaba en desacuerdo con las leyes de la naturaleza, sólo que no se sabía qué era”. El único indicio de anormalidad era una toalla colgada que se movía sola, y “ese movimiento no podía ser debido a corrientes de aire: se trataba de un movimiento diferente”.

En Los poseídos, Gombrowicz plantea, entre otros dilemas, la pregunta por el mal. Con una adecuada dosificación de la intriga, propia del género, nos va metiendo en el clima del terror. Vale pensar, en todo caso, por qué y desde dónde el autor escribe esta historia, cuáles son las preguntas que posibilita. ¿Qué es el Mal? ¿Se escribe con mayúscula? ¿Cuáles son las diversas formas que adopta? ¿Existe el Mal, como una entidad por fuera de la acción humana, de la voluntad de hombres y mujeres concretos? ¿Quién, cómo y por qué motivos fluye, es conducido, regulado, obstaculizado?

Dos meses después de la aparición de aquella primera entrega, la realidad dará pruebas mucho más contundentes sobre las formas de la maldad, el odio y la crueldad entre los seres humanos. Gombrowicz, de alguna manera, se estaba anticipando al horror. Las primeras entregas de su folletín podrían leerse como el presagio, con su historia de fantasmas y posesiones, de uno de los genocidios más terribles de la historia humana. El 31 de agosto, a las 20 horas, Hitler ordena fingir “un ataque de los voluntarios polacos contra la estación emisora de radio Glewitz situada muy cerca de la frontera” (Adams, H. 1974). El nazismo tuvo su pretexto: había comenzado la Segunda Guerra Mundial.

El autor de esta obra por “entregas”, partirá de Polonia a la Argentina, donde permanecerá exiliado largos años. La novela de Witold Gombrowicz será traducida al castellano, mucho más tarde, y por primera vez directamente del polaco, por Pau Freixa y Bozena Zabokicka (El cuenco de plata, 2023).

En algo más que en el título de esta obra podríamos decir que es dostoievskiana. Inmediatamente nos remite a Los demonios del novelista ruso, pero además, el inicio es similar ¿alguien dijo plagio? al comienzo de El idiota (confiamos que el lector interesado podrá cotejar esta sugerencia sin necesidad de explicitarlas acá). Esta novela (hoy ya la leemos como novela, se la vende y compra como tal) nos remite a los clásicos rusos y a los dramaturgos escandinavos. Habla de la condición humana, de nuestras debilidades, de nuestras fortalezas; o mejor dicho, de nuestra predisposición al influjo de los poderes dominantes y de nuestra pereza o rebeldía para resistir desde una ética de la inteligencia. ¿Acaso la forma más eficaz, la máscara más embaucadora, quizá el único modo plausible de sometimiento del otro, no sea la ignorancia, la estupidez? ¿Acaso el miedo como estrategia de manipulación no es la lógica predilecta de los poderes de turno para la diseminación del Mal? ¿Acaso no es la mera superstición el terreno fértil para educar en el odio en nombre del Bien? ¿Acaso el Mal, no desarrolla su estética, su política, sus valores, pensándose como el Bien?

Leszczuc llega a la residencia de Polyka, propiedad de la familia Ocholowska. Allí, entrará en contacto con la Maja, la muchacha a la que entrenará en sus prácticas profesionales de tenis. La frivolidad novelesca entre los dos jóvenes cede en cuanto se aproximan a la experiencia de ese misterioso castillo que se levanta “poderosamente entre los pantanos, coloso milenario, orgullosa y amenazante acumulación de muros sumidos en eterna meditación, ruina de esplendores pretéritos, vestigios apenas de su antigua gloria, pero hoy un lugar triste y trágico donde la avidez, el terror y la locura conducían a un baile fatal”. Los jóvenes danzarán alrededor del misterio, circundarán los muros del castillo, se filtrarán entre las grietas de la curiosidad, el rencor y ingenuidad.

El influjo de aquella habitación, de la toalla, de otros objetos y marcas que circulan en la obra, nos brindará las pruebas de las distintas “posesiones” del mal en los cuerpos de algunos de los personajes. El poseído, podríamos decir, es un sujeto capturado por una fuerza que le impide el gobierno de su propia subjetividad; se trata de un efecto que opera en el cuerpo, no físicamente, sino de un modo apenas visible, sólo perceptible a través de ciertos indicios. “Creo que las personas pueden crear en sí mismas unas condiciones que faciliten el acceso del mal en ellas. Esas personas atraen el mal como un imán. Y en el mundo hay muchas personas y muchos lugares impregnados de mal”. Lo interesante, acá, es la idea de que el mal es una fuerza que proviene de afuera del sujeto; ya no estamos en presencia de una concepción esencialista. El poseído es aquel que es tomado por un lenguaje que moldea su subjetividad al punto de expropiarle la voz. El discurso y las acciones no son las que decidiría el hablante y actuante, sino las de aquella fuerza que lo gobierna, que discurre a través de él. El poseído está dominado, pierde su autonomía y presta sus sentidos al proyecto del demonio, del führer, de quien sea: alguien, alguna vez, habló de alienación.

Esta obra de Witold Gombrowicz nos invita a pensar sobre las formas sutiles de permeabilidad al mal, sobre la porosidad de nuestros cuerpos para darle hospedaje a la legitimidad del horror, sobre la pasividad con que aceptamos el desgobierno de nuestra sensibilidad para volvernos propensos al lenguaje del odio, sobre las huellas que el fascismo va dejando en nuestra subjetividad, sobre los diversos modos del renunciamiento a la vida; porque, como decía Spinoza, el Poder nos afecta de tristeza. En términos gombrowiczianos, el Mal nos afecta de miedo.

Frente a las sofisticadas y astutas formas en que se enmascara el odio, Los poseídos es, como tantas otras grandes obras de la literatura, un sacudón despabilador, una posibilidad de pensarnos, una respuesta intrigante de amor y resistencia.

 

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