LOS POSEÍDOS
MIRADA SOBRE LA NOVELA DE WILTOLD GOMBROWICZ
Por Lucio Vellucci
Un
castillo antiguo, deteriorado, habitado por un conde solitario y medio loco.
Conviven con él un viejo sirviente y un joven secretario que aspira a heredar
toda su riqueza. En una de las habitaciones sucede algo muy extraño, nadie se
atreve a entrar: aquellos que hicieron la prueba de pasar toda una noche allí
adentro, enloquecieron… “observando más de cerca se tenía la impresión de que
en la habitación pasaba algo que estaba en desacuerdo con las leyes de la
naturaleza, sólo que no se sabía qué era”. El único indicio de anormalidad era
una toalla colgada que se movía sola, y “ese movimiento no podía ser debido a
corrientes de aire: se trataba de un movimiento diferente”.
En Los poseídos, Gombrowicz plantea, entre otros dilemas, la pregunta por el
mal. Con una adecuada dosificación de la intriga, propia del género, nos va
metiendo en el clima del terror. Vale pensar, en todo caso, por qué y desde
dónde el autor escribe esta historia, cuáles son las preguntas que posibilita. ¿Qué
es el Mal? ¿Se escribe con mayúscula? ¿Cuáles son las
diversas formas que adopta? ¿Existe el Mal, como una entidad por fuera de la
acción humana, de la voluntad de hombres y mujeres concretos? ¿Quién, cómo y
por qué motivos fluye, es conducido, regulado, obstaculizado?
Dos
meses después de la aparición de aquella primera entrega, la realidad dará
pruebas mucho más contundentes sobre las formas de la maldad, el odio y la
crueldad entre los seres humanos. Gombrowicz, de alguna manera, se estaba
anticipando al horror. Las primeras entregas de su folletín podrían leerse como
el presagio, con su historia de fantasmas y posesiones, de uno de los
genocidios más terribles de la historia humana. El 31 de agosto, a las 20
horas, Hitler ordena fingir “un ataque de los voluntarios polacos contra la
estación emisora de radio Glewitz situada muy cerca de la frontera” (Adams, H.
1974). El nazismo tuvo su pretexto: había comenzado la Segunda Guerra Mundial.
El
autor de esta obra por “entregas”, partirá de Polonia a la Argentina, donde
permanecerá exiliado largos años. La novela de Witold Gombrowicz será traducida
al castellano, mucho más tarde, y por primera vez directamente del polaco, por Pau Freixa y Bozena
Zabokicka (El cuenco de plata, 2023).
En algo más que en el título de esta obra podríamos decir que es dostoievskiana. Inmediatamente nos remite a Los demonios del novelista ruso, pero además, el inicio es similar —¿alguien dijo plagio?— al comienzo de El idiota (confiamos que el lector interesado podrá cotejar esta sugerencia sin necesidad de explicitarlas acá). Esta novela (hoy ya la leemos como novela, se la vende y compra como tal) nos remite a los clásicos rusos y a los dramaturgos escandinavos. Habla de la condición humana, de nuestras debilidades, de nuestras fortalezas; o mejor dicho, de nuestra predisposición al influjo de los poderes dominantes y de nuestra pereza o rebeldía para resistir desde una ética de la inteligencia. ¿Acaso la forma más eficaz, la máscara más embaucadora, quizá el único modo plausible de sometimiento del otro, no sea la ignorancia, la estupidez? ¿Acaso el miedo como estrategia de manipulación no es la lógica predilecta de los poderes de turno para la diseminación del Mal? ¿Acaso no es la mera superstición el terreno fértil para educar en el odio en nombre del Bien? ¿Acaso el Mal, no desarrolla su estética, su política, sus valores, pensándose como el Bien?
Leszczuc
llega a la residencia de Polyka, propiedad de la familia Ocholowska. Allí,
entrará en contacto con la Maja, la muchacha a la que entrenará en sus
prácticas profesionales de tenis. La frivolidad novelesca entre los dos jóvenes
cede en cuanto se aproximan a la experiencia de ese misterioso castillo que se
levanta “poderosamente entre los pantanos, coloso milenario, orgullosa y
amenazante acumulación de muros sumidos en eterna meditación, ruina de
esplendores pretéritos, vestigios apenas de su antigua gloria, pero hoy un
lugar triste y trágico donde la avidez, el terror y la locura conducían a un
baile fatal”. Los jóvenes danzarán alrededor del misterio, circundarán los
muros del castillo, se filtrarán entre las grietas de la curiosidad, el rencor
y ingenuidad.
El
influjo de aquella habitación, de la toalla, de otros objetos y marcas que
circulan en la obra, nos brindará las pruebas de las distintas “posesiones” del
mal en los cuerpos de algunos de los personajes. El poseído, podríamos decir,
es un sujeto capturado por una fuerza que le impide el gobierno de su propia
subjetividad; se trata de un efecto que opera en el cuerpo, no físicamente,
sino de un modo apenas visible, sólo perceptible a través de ciertos indicios.
“Creo que las personas pueden crear en sí mismas unas condiciones que faciliten
el acceso del mal en ellas. Esas personas atraen el mal como un imán. Y en el
mundo hay muchas personas y muchos lugares impregnados de mal”. Lo interesante,
acá, es la idea de que el mal es una fuerza que proviene de afuera del sujeto;
ya no estamos en presencia de una concepción esencialista. El poseído es aquel
que es tomado por un lenguaje que moldea su subjetividad al punto de expropiarle
la voz. El discurso y las acciones no son las que decidiría el hablante y
actuante, sino las de aquella fuerza que lo gobierna, que discurre a través de
él. El poseído está dominado, pierde su autonomía y presta sus sentidos al
proyecto del demonio, del führer, de quien sea: alguien, alguna vez, habló de
alienación.
Esta
obra de Witold Gombrowicz nos invita a pensar sobre las formas sutiles de
permeabilidad al mal, sobre la porosidad de nuestros cuerpos para darle
hospedaje a la legitimidad del horror, sobre la pasividad con que aceptamos el
desgobierno de nuestra sensibilidad para volvernos propensos al lenguaje del
odio, sobre las huellas que el fascismo va dejando en nuestra subjetividad,
sobre los diversos modos del renunciamiento a la vida; porque, como decía
Spinoza, el Poder nos afecta de tristeza. En términos gombrowiczianos, el Mal
nos afecta de miedo.
Frente
a las sofisticadas y astutas formas en que se enmascara el odio, Los poseídos es, como tantas otras
grandes obras de la literatura, un sacudón despabilador, una posibilidad de
pensarnos, una respuesta intrigante de amor y resistencia.
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