SOBRE CONFESIÓN
Mirada sobre la novela de Martín Kohan
Por Ivo Marinich
Una nena de
trece años se excita cuando ve pasar al joven Jorge Rafael Videla por las
calles de Mercedes. Un grupo del ERP comete un atentado contra Videla. Una
abuela y su nieto hacen del Truco una excusa de conversación sobre la época de
la dictadura. Eso narra, en resumidas cuentas, Confesión, la última novela de
Martín Kohan.
Acaso sin querer
—o un poco queriendo, digámoslo— el reconocido escritor y
docente argentino comete plagio. Pero que no confunda la potencia despectiva de
la palabra; lo que Kohan de alguna manera imita, copia, emula —con enormes
capacidades, digámoslo también— no es, como puede pensarse, el contenido de
otra obra, sino la construcción de la prosa. ¿A quién plagia? A Saer y a sí
mismo, en ese orden.
El escritor
santafesino, autor de novelas como El limonero real, Glosa o Nadie nada
nunca, es reconocido por una prosa que, a través del uso de subordinadas,
repeticiones y musicalidad, se abre en un abanico extraordinario. Tan
extraordinario que es altamente contagiosa. Si se quiere no tan reconocido como
sus pares de época, Juan José Saer se caracteriza por la construcción de una
literatura plagada de escenarios naturales —lo que genera una
experiencia de lectura con fuerte impronta sensorial—, y situaciones cotidianas
hiperbolizadas en su descripción y abordaje y narradas desde la observación y
contemplación de los hechos.
Lo que uno lee
en Confesión no es la influencia de Saer en un autor contemporáneo —así como Faulkner y Borges inspiraron a los escritores
latinoamericanos—, sino su reproducción. La literatura es ante todo una
búsqueda, aunque esa búsqueda sea, precisamente, su ausencia. Y es en ella que
la narración se afianza, abandona el preconcepto y se funde en palabras,
retóricas, metáforas y construcciones. Y es por su huella que reconocemos luego
a los autores.
En Confesión, la búsqueda de Kohan es idéntica en sus
formas a la de Saer: el pleonasmo descriptivo, la reiteración abrumadora, el
uso milimétrico de la puntuación como lomos de burro que obligan a
detener la carrera de la lectura. La novela de Kohan es lo que se obtiene con
una hoja de calcar y un grafito: contiene belleza y poder literario (solo) como
representación. El mismo desliz ingenuo que comete un neófito —es decir, la copia ingenua como configuración de la voz
propia—, pero con las herramientas discursivas de un autor
maduro y consagrado.
Se plagia,
también, a sí mismo. Quienes conozcan su obra encontrarán paralelismos entre la
primera parte de este relato y su laureada novela Ciencias morales,
merecedora del Premio Herralde en el año 2007. La sexualidad, la delgada línea
entre lo legítimo e ilegítimo, la intimidad, la institucionalidad (religiosa,
escolar) y el cuerpo. Hace pensar que Kohan, como tantos otros escritores, se
rindió a los efectos de la “fórmula”, es decir, a plantarse en lo que funcionó
por simple deducción de que volverá a funcionar, como las películas exitosas
que extienden la saga a otras seis o siete entregas.
Con todo, a
pesar del lirismo característico del autor, hay algo forzado en la prosa de
Martín Kohan, como si las palabras tuvieran una vuelta de tuerca innecesaria.
En lo exacerbado del método, en la búsqueda quirúrgica de un modo de narrar, se
pierde la esencia de un texto que, inevitablemente, hace pensar en otros (y no
precisamente por su contenido).
Confesión es un híbrido entre cánones de época, una actualización moderna de los recursos literarios que floreaban los libros del siglo pasado, pero con la diferencia de que sus páginas tienen indefectible olor a industria cultural.
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