INTRUSO EN EL POLVO
Mirada sobre la novela de William Faulkner
Por Lucio Vellucci
“Era un sábado por la tarde, tres años atrás,
en la tienda de cruce de caminos (…), aquel día había tres jóvenes blancos del
personal de un aserradero cercano, los tres un poco bebidos, uno de los cuales
tenía fama de violento y pendenciero”. Lucas Beauchamp “entró sin dirigir la
palabra a nadie y avanzó hacia el mostrador e hizo su compra (una bolsita de
cinco centavos de galletitas de jengibre)”, y acaso fue su manera de caminar lo
que despertó la ira del blanco, “aunque quizá nada sencillamente había sido
motivo bastante, y el blanco apoyado en los talones dijo de pronto algo a
Lucas, dijo: ¡Maldito engreído, estirado, apestoso!”. Pero Lucas permaneció
indiferente a los insultos, continuó comiendo tranquilamente sus galletitas. Entonces
estalla la violencia del blanco. Es el hijo del propietario de la tienda el que
lo salva a Lucas, inmutable, sin darse casi por enterado, como si no hubiera
estado a punto de ser linchado no por el hecho de ser negro, sino por no actuar
como negro, por no humillarse como negro, por la forma de andar sin la
consciencia de ser un negro.
No
diremos nada sobre la trama policial de Intruso en el polvo (1948), la novela
de William Faulkner. Tampoco diremos todo lo que quisiéramos sobre las formas
precisas con que el protagonista defiende su dignidad. Queda al lector
descubrir otras líneas de análisis, acá hay espacio para solo una de las
inagotables posibilidades que nos ofrece esta novela.
Faulkner
aborda el racismo en el sur de Estados Unidos y, a través de esta historia,
pone en evidencia la complejidad del problema. Los odios no se terminan con la
abolición de la esclavitud, tampoco los prejuicios raciales son erradicados del
sentido común con una nueva legislación. El convencimiento del blanco de su
superioridad racial no cesa con la declaración de una igualdad ante la ley; por
lo bajo, los Gowries e Ingrums y Workitts, afirmarán su convencimiento en la
diferencia del Otro. Al blanco, entonces, parece no irritarle tanto la
existencia del negro como el hecho de que el negro quiera mimetizarse con el
blanco, que actúe y se vista y adopte las costumbres del blanco. De algún modo,
el racismo puede tolerar un margen de igualdad legal, pero no la confusión de
una igualdad genética y cultural; es decir, Faulkner toca la médula del
problema del racismo: puede tolerarse al otro en tanto que acepte su
inferioridad: “Todos los hombres blancos de todos los puntos de la región
estaban pensando en él, desde hacía años: Antes que nada debemos obligarle a
que sea un negro. Tiene que admitir que es negro. Después quizá lo aceptemos
como parece pretender que lo acepten”. Lo insoportable para la mente racista es
la idea de la mezcla, de la confusión, por eso exige una política de las
demarcaciones identitarias: no deja posibilidad a las escalas de grises entre
lo blanco y lo negro.
Siempre
que se exija al otro identificarse como Otro, estamos dentro del esquema
racista, ya se trate de un problema étnico, de género, etc. Por eso mismo la
actualidad de Faulkner, por eso mismo volvemos a Intruso en el polvo, a Absalón,
Absalón, a Luz de agosto; porque allí
estamos mucho más cerca de nuestros reales conflictos. Faulkner comprende
rápidamente que el asunto se dirime en el “entre”, no en un extremo u otro de
la polaridad, sino en la zona confusa del mestizaje.
Como
es sabido, la cultura occidental necesita pares de oposición. Nos hemos
educado en la tradición macho-hembra, mente-cuerpo, naturaleza-cultura,
blanco-negro, etc. Faulkner incomoda porque pone la pluma en los intersticios
del binomio y, entonces, obliga a pensar, porque, como afirmara G. Delleuze “el
dualismo es lo que impide el pensamiento. El dualismo siempre va a negar la
esencia del pensamiento”. Estamos en condiciones de afirmar entonces que Lucas
Beauchamp, en Intruso en el polvo (pero
también podemos pensar en Christmas, en Luz
de agosto), viene a romper la armonía totalitaria del discurso racista, en
tanto que irrumpe en la escena para alterar el orden blanco-negro; Lucas es el
“entre”, el gris, camina libremente sin necesidad de definirse.
En el
fondo, Lucas le echa en cara al blanco su propia impotencia, su propia
debilidad con el sólo hecho de estar allí, pasando, indiferente, sin
comportarse como debiera comportarse de acuerdo con la expectativa dominante.
Todo el conflicto radica en la ruptura en el orden del discurso: el sujeto del
enunciado se rebela frente al sujeto de la enunciación. El negro no deja
representarse como tal en el discurso del blanco, por lo tanto, estalla la
gramática en que se sustenta la fuerza racista. El yo del negro invalida toda
la estructura del enunciado cuando no se asume ese sujeto de la enunciación;
simplemente, pasa caminando, como si nada, sigue masticando sus galletitas de
jengibre, sin apuro. Quien elabora el discurso ejerce el poder en tanto construye
una realidad al narrarle al otro su propia identidad. Pero ya no hay sostén
para el discurso del Amo frente a un Esclavo que no se reconoce como tal, que
no asume la identidad del sometimiento.
El
intruso en el polvo es el extraño en la propia tierra, es el otro que viene a
mostrarnos los límites del odio, la impotencia de la pretensión totalizante de
la cultura occidental. Lucas no pide permiso, se instala a desdibujarnos el
mapa de lo predecible; es la posibilidad de reconfigurar nuestro deseo y
liberarlo de las ataduras de los prejuicios; viene a quebrar, con su presencia,
el espejo en que quisiéramos reconocernos; es el intruso que llena de polvo la
pretendida higiene racial, o mejor, es quien viene a mostrarnos la mugre que la
política de muerte esconde bajo la alfombra.
Pero
la obra de Faulkner ni siquiera es inmensa por esto. Siempre va a quedar la
sensación a poco y muy poco cuando se quiera hablar de sus textos. Lo que pueda
decirse de los grandes narradores no se agota en una hipótesis de lectura. Por
eso, al terminar la novela, queda ese gusto desbordante. El lector tiene ganas
de decir tantas cosas, se anima, pero después se da cuenta que es mejor
quedarse callado.
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