KINRA
Escribe Rocío Vélez
Kinra retrata la vida de
un joven de una comunidad originaria del Perú. El protagonista del filme vive con su madre en la
inmensidad de las alturas andinas, desconociendo las injusticias de la gran
ciudad, la discriminación, las necesidades que el sistema de consumo va
imponiendo en las personas; es decir, sus preocupaciones son muy distintas a las de los “hombres blancos”, como dice el director. Accedemos a una
muestra sutil de algunas prácticas cotidianas de las comunidades, a las
preocupaciones de un mundo vinculado más a las posibilidades y los problemas de
la tierra que al caos del asfalto. Él y su madre cosechan las papas y dirimen
qué hacer con las que están demasiado maduras o agusanadas, todo se come igual,
y el panorama de sabiduría se va abriendo ante nuestros ojos.
Llega el momento de la partida, de ese no del todo
deseado desarraigo en busca de un progreso que no es propio, sino más bien
inculcado por un colonialismo que la obra pone en cuestionamiento de un modo
astuto: la crítica nunca es literal, se va trabajando con una finura
inteligente. Atoqcha se enfrenta a nuevos desafíos
que van desde agotadoras jornadas laborales en condiciones paupérrimas, como el
trabajo en la mina; hasta problemas burocráticos, como la incorrecta escritura
de los apellidos en quechua. Motivos mínimos que van construyendo la trama de
lo negado: la identidad.
El uso de personas reales, sin
experiencia actoral previa, no sólo añade autenticidad a la película, sino que
también presenta una mirada genuina y sin artificios a las complejidades de la
migración y la identidad cultural. La elección de Marco Panatonic de confiar en
lo real, más que en actuaciones extremadamente ensayadas, le permite al
espectador percibir otros matices de la experiencia de quienes viven aquella
realidad retratada en la pantalla.
Entonces, ¿cómo logra la película
trascender las convenciones del género documental y convertirse en un objeto
artístico de visibilización?
Desde sus primeros fotogramas, la
película funciona como un elemento de reconocimiento cultural, utilizando el registro
audiovisual como una herramienta para visibilizar la cotidianeidad de los
originarios. La narrativa cinematográfica permite al espectador
adentrarse en el mundo de las personas-personajes, explorando su conexión con
la tierra y transmitiendo las tradiciones arraigadas en la cultura andina. Todo
el tiempo de filmación dedicado a la cosecha de papa es necesario en el filme,
nada sobra. En este caso, el cine se convierte en más que un simple medio de
entretenimiento, transformándose en un vehículo esencial para la comprensión del
Otro.
Para tener un “buen empleo” hay
que estudiar. Por lo tanto, el protagonista hace lo posible por terminar sus
estudios e ingresar a la universidad. Si bien, no hay ninguna crítica explicita,
queda en el espectador juzgar lo que ve. Como, por ejemplo, escenas donde aparece
normalizado y aceptado el trato despectivo a los originarios –nombrados como “cholos”
muchas veces–, al pueblo y a lo distinto, dentro de las instituciones.
El lenguaje, tanto hablado como visual, emerge como un componente esencial en la narrativa. Por un lado, el quechua funciona como un elemento que enfrenta al espectador a un lenguaje del que, en muchos casos, no sabe nada; lo mismo que de la cultura originaria, que también forma parte de nuestros países. Por el otro, el lenguaje cinematográfico maneja unos tiempos lentos y pausados, sumamente poéticos, que remiten a los tiempos de la naturaleza misma.
Al abordar las percepciones
estigmatizantes se invita a la reflexión sobre los preconceptos arraigados en
nuestra cultura. ¿Cómo influyen estas representaciones en la forma en que las
comunidades originarias son percibidas y tratadas? ¿Puede el cine, al exponer
estas percepciones y desafiarlas, ser un catalizador para el cambio social y la
comprensión mutua?
Dos mundos se ponen en contraste constantemente, pero no
de forma disociada: la supervivencia implica que esas dos cosmogonías se
mezclen necesariamente. Si un miembro de la comunidad hace su casa, se activa
el mecanismo de solidaridad y todos los hombres prestan su fuerza de trabajo
para la tarea. La película muestra con gran habilidad la reciprocidad que rige
en las culturas originarias de américa, ese servicio de prestación “gratuito”,
esa cadena de favores que regula los lazos sociales por fuera de las leyes del
mercado, de la oferta y la demanda, del dinero. De alguna manera, hay una
fuerza que palpita en la obra cuando no necesita explicitar demasiado esa
crítica a los valores occidentales: nos dice, todo el tiempo, que otra forma de
vida es posible, más humana, menos alienante, más pegada a una forma de la
felicidad en donde las personas conviven no egoístamente, sino integrando una
comunidad.
Kinra se revela no solo como un
testimonio cinematográfico de la experiencia andina en la ciudad, sino también
como un instrumento de reconocimiento cultural. A través de su narrativa y su foco
en los detalles, la película funciona como una herramienta para explorar y
preservar la identidad, destacando la importancia de la conexión con la madre
tierra y desafiando estereotipos en un entorno urbano en constante cambio.
Esto no significa, sin embargo, que la obra recaiga en un
folklorismo superficial. Simplemente, toca una realidad de una forma inhabitual
en el mundo cinematográfico. No pide permiso, más bien exige otra forma de ver
y hacer cine. El filme abre la puerta a la reflexión y surgen distintas
preguntas ¿cómo resiste una cultura a las imposiciones del mundo actual? ¿Cómo
se adaptan sin resignar sus principios? ¿Cuánto se está dispuesto a ceder por
una idea de progreso ajena a
nuestro genuino deseo?
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