HOJAS DE OTOÑO
Por
Lucio Vellucci
Usted está sentado en una butaca, a punto de ver la última película de Aki
Kaurismäki. Es tan grande la expectativa que no le importa tanto el olor
nauseabundo de los baldes de pochoclos, ni la horrenda estética del complejo
de cine, ni el calor de la sala. Desde la pantalla grande aturden los
avances de las películas comerciales más espantosas que se pueda imaginar.
Tiene algo así como ganas de vomitar ante la explosión luminosa de clichés y
estereotipos hollywoodenses, en sus clásicas versiones norteamericanas y
nacionales.
Por fin, empieza Hojas de otoño (Kuolleet lehdet). Una cajera
de supermercado pasa por el scanner bolsas de carne envasada que se acumulan
unas encima de otra. La cámara logra capturar la imagen que lo interpela,
acompañada del sonido plástico que se acopla a la blandura muerta de la
carne amorfa. La secuencia es casi imperceptible, pero quedará grabada en su
memoria, y pensará después si esa pregunta habrá logrado perforar el confort
de las parejas de espectadores que continúan devorando pochoclos ahí al
lado.
Las secuencias del derroche en la sociedad del hiperconsumo contrastan con
las diversas formas de explotación y miseria a la que se encuentra sometido
el noventa y nueve por ciento de los ciudadanos del mundo. Los productos
vencidos de las góndolas son desechados a la basura y Ansa (Alma Pöysti), la
cajera, es despedida por llevarse un alimento cuyo destino debería ser el
contenedor de lo descartado. La maquinaria social que produce sobras, al
mismo tiempo, genera hambre: jóvenes que buscan en los conteiners, tareas
insalubres, maltrato y hostilidad permanente; pero en el universo del
egoísmo también es posible encontrar consuelo en la solidaridad de aquellos
que no están dispuestos a someterse al maltrato y la humillación.
Pero usted sabe, conoce las herramientas de este director finlandés, y ya
ve que no anda con experimentos raros. Con su siempre ácida comicidad,
Kaurismäki desnuda la hipocresía de un sistema de privilegios para pocos. Al
mismo tiempo la película es trágica, como toda su obra, una forma
revitalizante de abordar el problema sin dramatismo. En el mientras tanto,
la radio nos relata los detalles de una guerra absurda en Ucrania, y cada
escena, en el fondo, parece decirle “sin embargo, usted no puede liberarse
de su balde de pochoclos”. No usted, claro, que padece el ruido masticatorio
de sus vecinos. Pero se pregunta, ¿cómo es posible soportar la contradicción
evidente entre la propuesta artística en la pantalla y ese modo del consumo
desde una total ajenidad? ¿Cómo es posible, se interroga, el acto tragatorio
no del maíz inflado y endulzado, sino del símbolo de un modo de posicionarse
frente a la obra de arte? Usted quisiera saber cómo se configura, en
definitiva, un paladar que goza del dulzor algo crocante frente al mundo que
se le revela como la burla en que se espeja su propia miseria.
Porque, en rigor, en Hojas de otoño todo el tiempo observa
alguna de las diversas maneras en que, en lo cotidiano, se manifiesta la
opresión, la injusticia, la violencia hace tiempo naturalizada. Al menos, se
fija usted mismo la naturalidad con que se habita el aquí y ahora de la sala
de cine con el balde que, en la boca del vecino, le aporta una sensación
externa a lo que pueda surgir de la obra. Es decir, se ha dado cuenta que es
su defensa ante lo desconocido, que lo que habilita el balde de pochoclos es
la incompleta apertura del sujeto hacia la obra: lo que abraza con una mano
mientras revuelve en su interior con la otra es la conservación de su propia
imposibilidad de abrirse al arte, de dejarse tomar por la película, de darse
enteramente a las sensaciones no controladas por sí mismo. En su pequeño
nicho de placer consumista, el colega espectador de unas butacas más allá no
va a dejar de flotar sobre la superficie de la risa sin descender a la
confrontación de su propia complicidad.
Pero usted no se distrae. Ahí está Holappa (Jussi Vatanen), trabaja en la
industria metalúrgica. Lleva una vida solitaria, yendo del trabajo al bar. A
la explotación y la injusticia, se le agrega la depresión que aparece como
causa y consecuencia del alcoholismo. El problema de la adicción es tratado
sin ironía, ya que la película muestra las dificultades que presenta para
llevar a cabo cualquier proyecto personal en una sociedad que produce
adictos y a su vez los estigmatiza. Holappa ya le había avisado a su patrón
que tenía que cambiar la manguera, porque estaba muy gastada. Sin embargo,
ante el accidente sufrido, el patrón escapa de las compensaciones legales
acusándolo de alcohólico y lo despide por beber durante las horas de
trabajo.
En Hojas de Otoño los seres humanos también tienen su
fecha de caducidad, como los alimentos vencidos: también las personas son
descartadas cuando se consideran inservibles, se ofrecen en las góndolas de
las ofertas de empleos precarizados, se vuelven carne consumible por el
engranaje del mercado, marcan tarjeta cada día como los productos que la
cajera pasa por el scanner.
Ansa y Holappa se conocen en un Karaoke. Dos personas ajenas a esa forma
del divertimento, coinciden ocasionalmente y sus destinos se cruzan. Sin
embargo, Kaurismäki le muestra de qué manera nuestros destinos se van
realizando con una cuota importante de azar. O, tal vez, que cuando el azar
se empeñe en modificarnos el destino, prevalecerá siempre el deseo de vivir
a pesar de la belicidad de los Estados, de la codicia de los poderosos, de
la insensatez de los verdugos.
Como en la totalidad de sus obras, Kaurismäki lo sumerge en una diversidad
musical que va desde Gardel, hasta bandas de rock y Schubert. El delicado
trabajo fotográfico en su combinación de colores, como si estuviera pensando
cada escena desde el lienzo y el pincel. No podía faltar la presencia de un
perro.
Del final, sólo diremos que se trata de un homenaje al más grande del cine.
En realidad, toda la película puede verse como un homenaje adaptado al siglo
XXI de Tiempos modernos, porque, a la crueldad de la guerra y la
muerte, el arte nos propone la ternura del amor.
Usted se va de la sala pensando cuántas oportunidades cotidianas tenemos para decir “basta”, y cuántos detalles valiosos dejamos pasar por seguir atragantándonos con el sabor monótono de lo banal, ese paisaje en la boca ya repetido. Ahí lo vemos yéndose, caminando hacia el horizonte, con una mueca de esperanza en la cara porque, Hojas de otoño, le ha devuelto la seguridad de que todo, mañana, puede ser mejor.
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