HOMBRE EN LA ORILLA
Por Rocío Vélez
A los gusanos
de la tumba de mi padre, que un día avanzarán sobre el pueblo que transcurre en
estas páginas, para borrarlo definitivamente.
Miguel
Briante
Es difícil no pensar en la figura de Rojas siendo
tragado por el río cuando uno camina por la ribera del río Paraná. Por más que
el río haya sido otro y Rojas solamente un personaje del libro de relatos Hombre
en la orilla de Miguel Briante. La imagen persiste y uno comienza a dudar
de la ficción mientras escucha ladrar a los perros de La Inglesa.
Habrá que matar los perros, Hombre en la
orilla, La Vasca y A lo largo de esa calle que da al río cristalizan la realidad de un
pequeño pueblo de provincia, que dice ser General Belgrano, pero podría haber
sido cualquiera de esos a los que los representan pocas cosas. Las suficientes:
la charla, la simpleza y “la siesta como un río cubriendo enormes árboles
enterrados; llevando escalones, risas; aplastándose bajo el sol”. Sin caer en lugares
comunes, el autor logra retratar con descripciones sumamente poéticas los
paisajes que son parte, y casi que justifican, la identidad de los personajes.
El diálogo, la conversación y las voces que se
cuelan en la narración son, en la obra de Briante, quizás más importantes que
la trama que termina resultando de las derivas: “Nosotros decimos de la vieja,
porque estaba loca. Está bien. No se aguantó lo de venirse en banda y mandó a
los peones que rompieran la pileta de natación y la cancha de tenis y todo lo
que la hacía acordar de los buenos tiempos”. Mediante el boca en boca, según lo
que nos cuentan mientras esperamos el turno para el ping pong en el boliche,
vamos conociendo a cada pueblerino, a cada vecino y su pasado.
La tildación particular que elige utilizar el
autor, reflejo del habla local, se convierte en un elemento que enriquece cada
cuento a la vez que se aleja del peso gramatical para acercarse a la realidad lingüística:
“Vayansén, carajo”, y nos echa Rojas de su casa. Cada palabra pronunciada y
cada recuerdo traído al anecdotario oral que surge cada vez que nos invitan al
“boliche de Arispe”, contribuyen a la construcción de personajes complejos que
encarnan la idiosincrasia del pueblo.
Los sonidos meticulosamente dispuestos en el
texto, como la lluvia, el río o el resonar de un cachetazo, van marcando un ritmo
propio, el ritmo de las orillas. Estos sonidos no son simplemente elementos o
recursos sensoriales; son la identidad sonora de un pueblito de provincia. “El
ruido nos anunciaba su entrada al pueblo, del otro lado de las vías, y podíamos
seguirlo por las calles, sin verlo”, y ahí está, lo vemos. El tren, marcando constantemente
la posibilidad deseada por algunos, de la huida; pero también el regreso.
La relación de este pueblo con el río va más
allá de la geografía; aparece personificado, es un habitante más: “y en la
puerta tenía el río, como pidiendo permiso”. No hay relato en donde no se
nombre. A veces, la crecida del río se parece al enojo. El agua va y arrasa,
quiere terminar con todo, quizá también con ese hastío que provoca la monotonía
que aplasta a personajes como Ricardo. En este pueblo quieto, la vida se siente
apesadumbrada, marcada por la monotonía y la sensación de que el tiempo fluye
con una lentitud que, a veces, los aterra más que la muerte.
La presencia constante de los personajes, como
los Laver, Rojas y otros, aporta continuidad en los relatos, que bien podrían
ser leídos como textos individuales completamente autónomos. Estos apellidos,
no son solo eso; son hilos que tejen la narrativa local. Briante crea un
universo literario donde el pasado y el presente convergen, entrelazando tiempos
y personajes, resaltando así la persistencia de la memoria en el gran Yo colectivo.
Así, Hombre en la orilla no es simplemente un compilado de cuentos; es una exploración, con ojos extranjeros, a las otras vidas que surgen en un pueblo que sentimos como estancado, con olor a muerto. Sin embargo, las historias nunca dejan de fluir, como la corriente del río que fluye incesantemente más allá de la calma aparente.
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