HABITACIÓN MACBETH

Por Lucio Vellucci

Es viernes por la noche y la fila, en plena Avenida Corrientes, se hace cada vez más larga. De a poco, ingresamos al Metropolitan para ver Habitación Macbeth, protagonizada y dirigida por Pompeyo Audivert, con música en vivo de Claudio Peña. Nos preguntamos si el éxito se corresponde a la calidad de la obra. Pero también, una vez más, nos cuestionamos como espectadores. ¿Estaremos nosotros, los consumidores de arte, a la altura de la obra?

El desafío siempre nos convoca. La exigencia está presente desde el inicio. No hay un personaje en el cuerpo de un actor. Se rompe la simetría y, de manera asombrosa, títere de sí mismo, se produce el desborde. El mismo actor representa simultáneamente todos los personajes. Una encarnación esquizo de múltiples personalidades. El actor deviene, sobre las tablas del escenario, parafraseando a G. Deleuze, cuerpo sin órganos.

Las tres brujas se superponen en variaciones que el artista se encarga de representar, proyectando, así, las identidades particulares y los vínculos entre los personajes. La escenografía y el vestuario son austeros, la imaginación completa la historia que, con sonidos y movimientos sutiles, logra capturar al espectador.

Se trata de un cuerpo actoral habitado por diversas máscaras que fluyen sobre la superficie de un yo diluido. Se desvanece, entonces, la idea de una persona sosteniendo por detrás a los personajes ya que, como decía Nietzsche, debajo de la máscara no hay un rostro verdadero, sino siempre otra máscara. Pareciera que el maquillaje blanco, de hecho, busca borrar todo indicio de identidad; es el territorio permeable a la cara de turno. No hay un actor, hay multiplicidad de actores habitando la corporeidad de Audivert. No hay unidad, ni siquiera en la subjetividad de Macbeth, quebrado por el habitar parasitario de las brujas que viven dentro y fuera de él.

De la misma manera, las voces delatan la variedad de una imposible única voz. ¿Es el actor quien usurpa a los personajes, o son ellos quienes lo visitan? ¿Quién hospeda a quién en el cuerpo del actor? ¿Y Macbeth? ¿Qué voces fantasmales se quedan en su recinto? ¿Quién habla en su habitación a través de su boca?

Macbeth era un hombre seguro, valiente. Sabía lo que quería. Había una coherencia entre sus actos y sus pensamientos. Hasta que se encuentra con las fatídicas brujas del páramo de huesos y escucha sus presagios. Primero Lord de Cawdor; más tarde, Rey. A partir de allí, Shakespeare, o alguien, tal vez otros seres habitantes de la gloria de su nombre, quien haya sido el dramaturgo que imaginó el drama, nos dio la posibilidad de pensar sobre qué tan genuinos son nuestros deseos.

Macbeth sufre por no distinguir su verdadero deseo. Su mujer busca convencerlo de ayudar al destino presagiado por las brujas que, a su vez, instigan para que los humanos presten su colaboración, para que no se queden simplemente esperando el vaticinio. Deberá “mancharse las manos de sangre” para alcanzar la felicidad y la tranquilidad que otorga el poder. Lady Macbeth sonríe, es decir, la máscara fugaz que se posa sobre el cuerpo del actor, y dice, con mueca de sabiduría, que “el poder nunca descansa en paz”.

De alguna manera, es esa suerte de mandato, de deber-ser, lo que actúa como impulso para que el destino se cumpla. El discurso hace la realidad. Es el mensaje normatizador el que configura el deseo. Es la intromisión de las brujas, la creencia en esa voz ajena que le dice lo que realmente quiere, lo que dicta y corrige su voluntad. ¿Matar al Rey y conspirar para sucederlo? ¿Acaso no lo quiere así el destino, acaso no estaba ya decretado? ¿Qué se puede hacer más que colaborar con el curso de lo inevitable? ¿Qué se puede hacer más que “actuar el personaje hasta las últimas consecuencias”?

Audivert personaje actualiza Macbeth. Audivert director resucita a Shakespeare y una vez más, el dramaturgo, toca las fibras sensibles de la propia corporeidad situada, quieta, expectante en la butaca de la sala. Cae el telón y nos levantamos, con las máscaras propias bastante desacomodadas, con la sensación de no saber, todavía, quién es quién. Quisiéramos un espejo, para ver si seguimos siendo los mismos, para ver si nuestro reflejo nos devuelve nuestros deseos más profundos o, si acaso, seguimos imitando el personaje que otros nos imponen.

Salimos a tientas de la sala y ya nos encandilan las luces publicitarias de la avenida Corrientes. Quisiéramos saber hasta dónde pertenecemos a los personajes que nos inventamos para nosotros mismos. Quisiéramos saber si, en el “teatro del mundo”, obedecemos al mandato de lo que el poder establecido presagia para nuestros destinos. Quisiéramos saber si, en todo caso, estaremos a la altura de la desobediencia necesaria para preservar las propias máscaras, aquellas que mejor nos identifican, aquellas que nos permitan seguir conmoviéndonos ante la maravilla del arte. De lo contrario, seremos nada más que el elenco de nuestro propio drama, protagonizado por los verdugos que se repiten en el trono de la historia.


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