CLOSE

Por Lucio Vellucci

Pocas veces se ha retratado con tanta sensibilidad el drama de la amistad entre varones. Por eso, Close (dirigida por Lukas Dhont, 2022) es una película necesaria.  En realidad, esta historia sobre la amistad de dos chicos, nos plantea el drama que implica el acto de atravesar los rituales sociales de masculinización en nuestra cultura.

La actuación descollante de Eden Dambrine (Leo) y Gustave de Waele (Remi), conmueve, seguramente, por la ternura con que encarnan la esencia de dos chicos de doce años, sus miedos, sus alegrías, sus ilusiones. Pero, sobre todo, es notable la evolución de cada uno de ellos, cómo las circunstancias van dejando pequeñas marcas en sus caras, en sus cuerpos, en cada expresión.

Los vemos jugar. Una batalla contra enemigos imaginarios. Se esconden. La complicidad en la fantasía es maravillosa. Es curioso, no hay Don Quijote y Sancho Panza: no hay asimetría, los dos son Don Quijote. Salen corriendo, se escapan de los enemigos y corren por el campo. La escena de esos dos chicos corriendo entre los cultivos de flores, el sol y el viento en sus caras, huyendo de seres inventados, es terriblemente conmovedora: no lo saben, todavía no pueden darse cuenta, pero quienes los persiguen, quienes corren detrás de ellos y ya quieren alcanzarlos, son los verdugos invisibles de la adultez.

Remi no puede dormirse. Leo advierte que está un poco nervioso. Los dos en la misma cama, Leo le cuenta la historia de los patitos que son todos iguales, pero hay uno que no se destaca, por fuera, de los demás y, sin embargo, es muy especial. Sus cuerpos muy cerca, la luz tenue. Esta especie de reversión de “el patito feo”, va a adquirir un significado decisivo al final, en el desenlace de la historia.

Mientras duermen, no lo saben (¿cómo podrían saberlo?), los verdugos de esa ilusión, de esa complicidad, se van arrimando. Ya casi están ahí. Empiezan la escuela secundaria. No son los enemigos imaginarios, ni los molinos de viento, son los prejuicios que golpean, las frases que invaden, las burlas que atacan.

“¿Son pareja?”, les pregunta un grupo de chicas mientras se ríen. Leo niega, podemos ver en las marcas de su frente, en el color de sus mejillas, en la indefensión con que es obligado a pensar lo que nunca antes se había visto obligado a pensar. “Porque los vemos siempre juntos”, y la ira, la impotencia va llegando a sus ojos. “¿Eso qué tiene que ver?”, se defiende. “Como están siempre abrazados…” y risas, Leo no comprende, pero empieza a comprender, muy rápido. Al lado, Remi no parece tan molesto, al menos su cara no nos comunica una perturbación, una incomodidad.

El peso de la sociedad adulta ha dejado, ya, una primera huella en el cuerpo de Leo. El proceso es doloroso para él, también para el espectador que observa cómo se rompe la inocencia. Remi permanece inmune a los juicios ajenos, pero cada palabra de un chico-adulto, las miradas, las reglas institucionales, la circulación del mensaje normalizador van moldeando la subjetividad de Leo. La estrategia del enemigo es eficiente, va calando con sutileza, los va derrotando de a poco.

Close aborda el proceso traumático que implica dejar la infancia en un mundo decididamente hostil. Pero, si lo hace, es porque logra trasladar al espectador la angustia de cierta impotencia frente al modo específico en que un chico se adapta al molde masculino que la cultura espera de él. Es decir, escena por escena, avanzamos en ese proceso de moldeado de un cuerpo. Lo asombroso es la naturalidad con que Leo se varoniza, se incorpora a los parámetros esperados de masculinidad.

Leo se esfuerza por no admirar tanto a su amigo, al menos en público. Se esmera en no mirarlo, en todo caso, con la ternura de entonces, sin el peso del público sobre su cuerpo. Son los ojos de los otros que van organizando su subjetividad varonil. Quedaron lejos los planos del encantamiento de su cara al verlo a Remi tocando el oboe durante el concierto. Ahora, la mirada de Leo, es una mirada que sabe que es mirada. Ha ingresado a su conciencia aquel ser-para-otro sartreano: se vigila desde la mirada de los otros y, al saberse juzgado, ya no puede compartir la ilusión y reaccionar al llamado de Remi ante el hostigamiento de los enemigos imaginarios. Leo perdió la capacidad de creer o adquirió la capacidad de aburrirse con los juegos de siempre.

Los movimientos corporales sutiles y despreocupados por su suavidad dan paso a la rusticidad de lo esperado para un adolescente cuya sexualidad no quiere ser confundida: la cultura va fabricando un macho. Se vuelve rígido. La cámara capta ese apriete mandibular con que reprime sus emociones. No queda nada de la libertad con que se movía y hablaba, pierde sensibilidad. Los hombres no lloran, detiene la caída de sus lágrimas, con fuerza. Leo no se desplaza como al principio: de su caminar danzante, todavía no estructurado, pasa a la rudeza aprendida en los entrenamientos de hockey sobre hielo. De la caricia a los golpes, del trote entre las flores con Remi a los choques contra los muros bajo las órdenes del entrenador, del viento y el sol en la cara al frío del hielo sobre la armadura y casco reglamentarios.

Leo se va alejando de Remi. Fuerza la distancia, quiere ser normal, está claro. El rechazo no es definitivo, pero aprende que todo se trata de proporciones. La justa distancia para conservar su amistad sin que le impida adaptarse a los requerimientos sociales. Esta vez, Leo no lo ha esperado en el cruce del camino para ir, como cada día, juntos hacia la escuela en bicicleta. Remi lo increpa delante de sus compañeros. ¿Por qué no lo ha esperado, como siempre? La escena es desgarradora.

Close nos lleva a preguntar, una vez más, qué varones hubiéramos sido de no habérsenos arrebatado la ternura del principio; quiénes hubiéramos sido de haber conservado cierta inocencia, de haberla traficado hacia la adultez. Nos propone una pregunta sobre las posibilidades de otra masculinidad. En todo caso, ir a buscar en lo hondo de cada varón los resabios de aquella libertad.

Por otra parte, es urgente pensar la crueldad de los múltiples encorsetamientos en nuestra carne, y las formas desprevenidas con que anudamos la sensibilidad propia y la de los otros con un simple gesto, una mirada cómplice en el momento indicado, una palabra que convalida al alfa en la manada y nos aleja, cada vez más, de ese otro que podríamos haber sido, pero que todavía, quizá, podemos ser.

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