EL MOTOARREBATADOR
Escribe Rocío Vélez
No resulta difícil comprender a
un personaje como Raskolnikov, quien mata a una vieja usurera con un hacha para
robarle, a partir de las derivas filosóficas y morales de Fiodor Dostoievski.
Sin embargo, es otra la relación que se construye con el espectador cuando
Miguel (Sergio Prina), protagonista de El motoarrebatador (2018), le
roba a Elena (Liliana Juárez), una empleada doméstica autoexiliada de su campo
natal, su cartera y también su memoria.
El largometraje argentino dirigido
por Agustín Toscano está filmado en San Miguel de Tucumán, ciudad que en
diciembre de 2013 se encontraba en medio de un gran conflicto político y social:
huelga policial, corrupción y complicidad entre el crimen organizado y los
sectores políticos.
Miguel sale a “trabajar” en su
moto con el “Colorao” (Daniel Elías), su compañero en los robos. Andan,
esperan, encuentran la víctima y cazan la presa. Como si respetara un horario
en cualquier otro empleo, él cumple y se lleva su parte del jornal. Después va
a buscar a León (León Zelarayán), su hijo, a la escuela. Este personaje tiene
una rutina, una familia y responsabilidades que van conformando su
cotidianeidad.
Es interesante pensar el concepto
de “motoarrebatador” en contraposición al de “motochorro”, el segundo más
normalizado y utilizado por los medios de comunicación hegemónicos. Los sujetos
de la película arrancaban carteras de los brazos de sus dueñas, una acción
menos violenta y más oportunista que la del “motochorro”, asociado con el
delincuente armado, “malo” y peligroso. Esta distinción semántica subraya una
diferencia en la percepción social de distintos tipos de criminalidad, y a
partir de esto, podemos entender mejor las diversas manifestaciones del delito evitando
generalizaciones que deshumanizan a los individuos involucrados.
El robo a Elena se presenta como
un punto de inflexión en la vida de Miguel. Este asalto es más violento y perturbador
que los anteriores. La víctima sufre graves daños físicos.
La cámara de Toscano sigue al
protagonista de cerca, primerísimos primeros planos capturan en su mirada dudas
y tormentos, dejándonos entender que debajo de la campera de cuero rígida de
Miguel, quedan aún vestigios de moralidad y compasión. Es una coreografía
visual lo que se logra con la cámara, creando una poética que se desplaza de
los lugares comunes de un simple realismo social.
El largometraje no busca
justificar ni absolver a su protagonista, sino más bien ofrecer una mirada
cruda y honesta sobre las complejidades de la condición humana en situaciones
de vulnerabilidad.
Los prejuicios, la falta de
empleo, de oportunidades, de apoyo y de salarios dignos repercuten
profundamente en la cotidianidad de las personas. En El motoarrebatador,
esta realidad se refleja en la vida de Miguel, por un lado en conflicto con su
padre, un hombre de campo que lo desprecia por elegir un camino delictivo; por
otro lado, distanciado de la madre de su hijo, quien lo ha echado de su hogar. Su
único anclaje emocional es León, a quien intenta cuidar a pesar de sus propias
carencias.
A medida que la narrativa avanza,
la culpa de Miguel por el daño causado a Elena se manifiesta de manera ambigua.
Aunque la busca en el hospital y comienza a cuidarla, el protagonista también
se aprovecha de su situación para vivir en su casa.
La relación entre Miguel y Elena
puede pensarse desde la teoría de la representación de la persona en la vida
cotidiana. Erving Goffman sostiene que las interacciones sociales son como
actuaciones teatrales, donde las personas presentan una imagen de sí mismas
para gestionar las impresiones de los demás. Miguel, en su interacción con
Elena y al descubrir que ha perdido la memoria, intenta proyectar una idea distinta
a la que su padre y su expareja conocen de él, aunque sus acciones siguen
impregnadas de oportunismo y ambigüedad moral. Es la posibilidad de ser otro;
de, así como el golpe borró el pasado de Elena, borrar él, mediante la
teatralización de sí mismo, una identidad.
Esta relación se complejiza a
medida que pasa de una mera interacción entre victimario y víctima a una que se
asemeja a la relación familiar. Los gestos, los cuidados, los retos e
intimidades que se desarrollan reflejan esto. Se construye un vínculo a partir
de las necesidades de cada uno y la soledad a la que se enfrentan en un
contexto tan hostil.
La discusión y las derivas
morales sobre lo que produce la desigualdad y la injusticia social están
intrínsecamente presentes también en Los dueños (Radusky y Toscano,
2013) y Planta permanente (Radusky, 2019). En este conjunto
cinematográfico donde el cine argentino se aleja de la hegemonía porteña,
aparecen otros tópicos no tan retratados, como los desplazamientos y las distintas
formas de ejercer poder; otras cotidianeidades; otras maneras de construir vínculos
como la amistad y el amor; y las miserias humanas entendidas como algo que
trasciende clases sociales y fronteras.
Siguiendo esta línea, el
alejamiento de los parámetros tradicionales no solo se refleja en el hecho de
filmar desde el interior del país, sino en la decisión de un elenco de actores
con rasgos y cuerpos reales. Rasgos distintivos y disruptivos de una decisión
estética que también es política.
El final de la película deja
abierta la pregunta sobre el futuro de todos los migueles de nuestro país. No sabemos
si en algún momento lograrán abandonar la vida delictiva, si tendrán
oportunidades o si serán despreciados y marginados más fuertemente, siendo
empujados constantemente a situaciones que llevan a normalizar un estilo de
vida, como es el del delincuente.
Habría que pensar de qué manera
los discursos sociales legitimados naturalizan y fijan las identidades al punto
de volverse ellos mismos un obstáculo para repensarnos como individuos fuera de
las categorías impuestas, inventarnos otro papel, representarnos otra versión
de nosotros mismos.
En Crimen y castigo,
Raskolnikov, a través del sufrimiento y el arrepentimiento vislumbra la
posibilidad de redención, mientras cumple su condena en Siberia. Quizá, todas
las acciones que llevaron al protagonista de El motoarrebatador a su situación
final, sean necesarias para que surja una nueva identidad, para que ese “yo”
que representó para Elena, esa ficción provisoria, sea la definitiva.
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