HAMACA PARAGUAYA

La película de Paz Encina es un hito en la escasa producción cinematográfica paraguaya. Habría que buscar las causas de una posibilidad negada a este pueblo en las oleadas dictatoriales que, a lo largo de su historia, han sabido imponer la esterilidad de un arte que, para existir, requiere, si no la política de un Estado democrático favorecedor de las iniciativas artísticas, al menos, su no decidida censura.

Si las pesquisas de este aficionado no fallan, estamos hablando de la primera película de este país en obtener un premio internacional. Hamaca paraguaya (2006), es una obra que pare una nueva ventana al mundo, para mirar con ojos atentos una cultura, una identidad, un pueblo que narra su propia historia. El idioma original es el guaraní, lengua que, junto al castellano, es oficial en el Paraguay. Es una película que abre surcos en la tierra fértil de ese pueblo inexplorado, para sembrar nuevas perspectivas, nuevas modos de ver y de oír.

Una larga conversación entre Cándida y Ramón. Sentados en la hamaca paraguaya, discuten los pormenores de la convivencia, se ventilan, miran al cielo, oyen el canto de las aves y calculan, en los indicios de la naturaleza, las posibilidades de un llover. La cámara quieta a una cierta distancia, digamos, para capturarlos en un único plano que se demora con ternura. La música de la obra son las voces tranquilas que discurren el idioma que se canta con paciencia; es el ritmo de un habla que marca el contrapunto con los sonidos de la naturaleza. Pero “naturaleza”, claro, no es más que una etiqueta occidental. En la película, se despliegan los cantos de una diversidad de pájaros, los insectos, los matices de una tormenta que avisa, los animales. Es necesario insistir en ese contraste entre los sonidos circundantes y las voces humanas, porque son los que imprimen a la obra la música precisa de una identidad.

La opresión y la desdicha, en Hamaca paraguaya constituyen el telón de fondo para la historia particular de un hombre y una mujer que, sentados en la hamaca, esperan. Pero, a través de ella, advertimos que se trata de la historia de una cultura, de la memoria de un pueblo que ansía el final de una guerra que cambia de nombre, pero que parece siempre la misma.

Hay una larga tradición bélica en Paraguay. Pero no se debe tanto a la hostilidad como rasgo esencial de una etnia, sino más bien a la defensa perseverante que forma parte, podríamos decir, de un saber colectivo. No estamos hablando, en todo caso, de un aprendizaje estratégico militar (al menos, no en lo que atañe a esta obra de Paz Encina); el clima al que nos sumerge la obra es el de una espiritualidad, de una fuerza, de una disposición a la vida más allá de la adversidad. Hay que pensar en la historia de Paraguay y tomar real dimensión de la consciencia de un pueblo que, a pesar del sometimiento (nunca definitivo) ha conservado mucho más que un idioma ancestral. Las guerras a las que los imperios y las naciones extranjeras lo han sometido, no lograron cortar la lengua de una comunidad de hablantes. Lo que quiero decir, harto yo mismo de rodeos, es que no ha podido el oprobio de la historia apagar la música de este pueblo. Por eso, permítaseme anotar con entusiasmo, existe Hamaca paraguaya, para dar testimonio al mundo de su grandeza.

Hay que fijarse. No ha podido el imperio Inca someter al pueblo guaraní, ni doblegarlo definitivamente la guerra genocida de la Triple Alianza. No han podido los Stroessner  desmalezar hasta la raíz la identidad que resurge, que vuelve a brotar sobre la tierra. La guerra del Chaco con los hermanos bolivianos, registrada ya en la novela Hijo de hombre, de Roa Bastos, se hace presente, en esta película, desde la cámara que indaga la espera de aquellos que se han ido a “defender la patria”.

La voz en off de un diálogo entre Maximiliano, el hijo, y su padre: Ramón manipula el machete, corta las cañas; el temor de no volver, la certeza del hombre que confía en el retorno del muchacho luego de la guerra. Luego la despedida con su madre: Cándida lava ropa en un riacho; le aconseja al hijo que se esconda en el monte, no le importa la guerra, por ella, “que se mueran todos”.

Ahora, Cándida y Ramón están sentados en la hamaca paraguaya. Hablan del calor insoportable, la sequía, agradecen la sombra en la que pueden ubicar la hamaca. Esperan el regreso del hijo, calculan las posibilidades de volver a verlo. Esperan la lluvia que amaga y se posterga infinitamente. La angustia y la sed. El atravesar la tristeza con cierto estoicismo. Hamaca paraguaya es la espera, que es la vida. Uno al lado del otro, ahí sentados, muy juntos, comparten la queja, el deseo de un diluvio y la llegada prometida.

El lenguaje popular no pasa por torpe, sino que se vuelve poético. Es un decir preciso, filoso, revelador. Hay una relación entre el idioma y su modo de expresar los sentimientos. Un estilo directo, contundente, que transparenta una verdad. Y toda espera, por supuesto, es un silencio hondo que el ladrido de un perro quiere perturbar. Pero no vemos al perro. Se hace presente en su constante ladrido y Cándida ya no lo soporta. Que se calle ese perro. Quiere agua. Claro, todos queremos agua. No iban a preocuparse por la sed del perro. Pero es el perro del hijo que lo dejó al cuidado de sus padres tras la partida.

La guerra ha terminado hace dos días. No hay noticias. Cándida quema una mariposa encontrada muerta. Ahuyenta un presagio. La noche va llegando y sus cuerpos se ensombrecen. La oscuridad empieza a caer en la tierra del sacrificio. Todavía están sentados en la hamaca, sus cuerpos muy próximos. Ramón y Cándida siguen esperando al hijo y a la lluvia. Están cansados, pero llevan en la sangre la imposibilidad de claudicar. Es más, una hamaca paraguaya es eso, una larga espera. Para eso se ha inventado, para quedarse, después de una agotadora jornada de trabajo, a imaginar la llegada, a desearla.

Se oyen los truenos y una leve brisa toca sus cuerpos. Es imperceptible, pero innegable. El agua ya casi se ha derramado sobre la tierra seca y sedienta. No puede el cielo dilatar más el diluvio que promete. La lluvia se huele en el aire. Hamaca paraguaya, en definitiva, es el petricor de una cultura que anticipa nuevas humedades, el germen de un arte que quiere torcer la historia.

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