EL SOL DEL MEMBRILLO

Escribe Lucio Vellucci

Antonio López, artista plástico español, quiere pintar el membrillero que él mismo ha plantado en el patio de su casa. El sol de la mañana hace brillar de un modo muy particular las diversas tonalidades del amarillo frutal, el esplendor vitalísimo del verde de las hojas.

“¿Qué belleza, verdad?”.

El problema es que el instante que desea capturar se disuelve en el tiempo, las sombras modifican los matices, otras luces caen sobre el árbol, los colores se modifican imperceptiblemente. Trabaja para hacer perdurar en la tela el momento de felicidad.

El sol del membrillo (1992), es un trabajo cinematográfico dirigido por Víctor Erice que, como toda gran obra de arte, no pierde vigencia. Cuenta, entonces, la historia de Antonio y su árbol, y del arte como un puente entre el ser humano y la vida.

Con el paso de los días la obra avanza. Sobre la tela se plasman los colores, cada pincelada revela la sensibilidad del ojo de Antonio, quien se propone acompañar sobre el lienzo la evolución del árbol durante ese otoño. La naturaleza no está supeditada al arte; en todo caso, el trabajo minucioso de representación es una excusa para una manifestación vital. El arte es el modo que tiene Antonio de existir junto a su membrillero, el acto de amor con que busca vencer el dolor del perecimiento, fracasando hermosamente.

Se asoman nubes oscuras. La tormenta se avecina. El clima modifica los colores. Llega la lluvia y arruina la posibilidad de seguir trabajando. Antonio decide abandonar la obra, guarda el cuadro en el sótano.

“Podés continuarlo el próximo otoño”, le dicen. Nada es igual, nada se repite. “No es lo mismo, los membrillos ya no van a estar en el mismo lugar”, dice Antonio. Renuncia al color. Sobre la tela nuevamente en blanco, comienza el dibujo del membrillero cuyo declive, con la llegada del frío, se hace cada vez más evidente.

La cámara nos muestra una sucesión de distintos planos, distintos estados de un mismo membrillo caído. Con el paso de los días, se va pudriendo entre las hojas secas. Cuánta belleza hay en ese retorno de la semilla a la tierra. El arte no puede aquietar a la naturaleza, matarla de ninguna manera. La belleza no está dada por la fijación del objeto, sino por la explicitación de un fluir. Antonio lo sabe. La belleza es el movimiento continuado de la vida, no la inmovilidad de la cosificación. Hay más belleza en la rosa marchita que en la insípida flor de plástico. El filósofo surcoreano, Byung Chul-Han plantea, en su libro Ausencia, que “bello no es lo fijo, sino lo flotante. Bellas son cosas que llevan las huellas de la nada, que contienen en sí los rastros de su fin, las cosas que no son iguales a sí mismas. Bella no es la duración de un estado, sino la fugacidad de una transición”.

Antonio está más interesado en acompañar las transformaciones del árbol que en capturarlo en una imagen de una vez y para siempre. Esta maravillado con el fluir indetenible, no quiere frenar la vida. El trabajo cinematográfico de Erice, entonces, es el tiempo-movimiento, diría G. Deleuze, que nos permite seguir a Antonio en su devenir membrillo.

El sol del membrillo reflexiona sobre el sentido del arte en un mundo en ruinas. Antonio sigue concentrado en su árbol, empeñado en la ejecución de ese acto de amor. ¿Sabe que su tarea es imposible? Seguramente, pero acaso es preferible esa manifestación de esperanza mientras el noticiero de la radio interrumpe la armonía para anunciar los acontecimientos de un conflicto en Medio Oriente, a punto de estallar la guerra del Golfo. A las intrigas políticas de los propietarios del mundo, el artista presenta el gesto de irrenunciable esperanza: los ciclos vitales continúan su ritmo a pesar de la muerte que propagan los gobiernos. La obra cinematográfica en sí, junto con el proceso creativo de Antonio, es una búsqueda de la belleza entre los vestigios de una civilización que avanza como una nube oscura sobre la tierra, que expande la sombra con la que asesina los matices de los membrillos del mundo.

La persistencia de Antonio conmueve por su falta de oídos para con el informativo de la radio. El aparato está ahí, avisándole que nada tiene sentido, que no tiene importancia su tarea cuando la industria de la muerte exige el inicio de un nuevo evento. Todos sus sentidos están puestos en el membrillero, no pueden tocarlo las noticias, parado frente a la tela, apuntando con la vista en el detalle de la fruta, a la zaga de una verdad más poderosa.

La cultura occidental nos ha enseñado a mirar la naturaleza con ojos cosificantes. La vista del paisaje tiene una intencionalidad apropiadora, busca adueñarse de un ente “naturaleza”. La subjetividad humana se constituye bajo la idea de una ajenidad respecto de la naturaleza, concebida como el entorno al que un yo pienso cartesiano calcula desde afuera. Occidente es una cultura ojo-centrista en la que la mirada sólo se calibra para la medida, la proporcionalidad, la cuantificación del territorio. Se trata de la estética burguesa cuyo juicio de valor no distingue matices, no percibe los detalles de una luz o una sombra sobre la piel de un membrillo, no puede aminorar el cálculo para discernir entre las diversas gamas de un amarillo que es siempre otro.

De esta manera, el trabajo de Antonio reivindica la mirada desnaturalizante de la naturaleza. No sale con su caballete y sus pinceles a perderse en un valle, a orillas del río, en el interior de un bosque. No existe un ente “naturaleza”, existe ese membrillero plantado con sus manos, en el patio de su casa, ahí cerca. El artista escapa a la lógica de someter la cosa. No mira con los ojos, lo abarca con la totalidad de sus sentidos. No se apropia del árbol, ni come la fruta, ni poda una rama. Por el contrario, fuga su yo del cuerpo para devenir con él.

Contrariamente, la posición burguesa dominante en nuestra cultura, se manifiesta en la actitud turística de capturar la “naturaleza” en una imagen. La reacción de fotografiar (no persiguiendo un objetivo estético, sino como mera fijación del paisaje en el dispositivo), es la evidencia de una actitud apropiadora. No hay apertura, hay una reducción del afuera para incorporarlo a los parámetros simbólicos preestablecidos. El coleccionismo de imágenes al azar de la “naturaleza” es la pretensión de cercenar el acontecimiento vital en la quietud de una imagen.

La lógica capitalista impone la moral de la asimilación de lo inconmensurable en el dispositivo a través del cual se produce la ilusión de adueñamiento. Se trata de la estética de la muerte que propaga un modo de estar en el mundo, criterio bajo el cual la guerra no es más que el resultado de esa imposibilidad de percibir los distintos tonos de un membrillo, sus aromas y texturas. Por todo esto, decimos que a la sombra de los misiles de George Bush y el terrorismo de Sadam Hussein, Antonio López y Víctor Erice oponen el sol del membrillo.

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