SAGARANA
Escribe Rocío Vélez
Es común escuchar, para infinitas
situaciones, la frase “hay que empezar por el principio”. Sin embargo, ¿qué
define “el principio” a la hora de acercarse a los grandes escritores? ¿Sería
lo adecuado hacer una iniciación cronológica? ¿Comenzar por la obra más
“lograda”? ¿Leer lo primero que viene a nuestro encuentro? El principio será
siempre discutible.
En el caso de esta lectora, el
principio fue Gran Sertón: Veredas (1956). Novela y gran poema,
sentencia Guimarães Rosa sobre su obra, y acierta. Empezar por, quizá, la más aclamada
obra de un autor puede ser un problema ¿cómo leer, después, el resto?
Empapada ya de la lengua de los
yagunzos, de la música del sertón, me atrevo a un segundo encuentro con
Guimarães Rosa: Sagarana (1946).
Ahora de nuevo, comencemos por
otro de los principios. Previo al inicio del primer relato, me encontré con Carta
de João Guimarães Rosa a João Condé. A partir de esa lectura, una idea
regirá esta lectura:
“Recé, de verdad, para que
pudiera olvidarme por completo de que algún día ya hubieran existido septos,
limitaciones, tabiques, prejuicios, respecto de normas, modas, tendencias,
escuelas literarias, doctrinas, conceptos, actualidades y tradiciones (…)”.
La idea del despojo. Leer desde
la propia ficción de la nada. Casi tan imposible como escribir a la manera del
nado de un pez en “un río sin márgenes”, como quería el autor, que bien supo
más que ser el pez, ser el río. Esta idea se manifestará no solo en el plano
del lenguaje, abandonando las reglas estrictas de la gramática y las
convenciones literarias, sino que, a partir de esto Guimarães Rosa será capaz de
una observación y una reflexión libres de prejuicios, lo que le permitirá
capturar y narrar la esencia de una cultura y un territorio, que también pertenecen,
de alguna u otra forma, al despojo.
Entonces, Mina Gerais. La tierra
germina palabras y un autor es poseído para dar a luz la historia. Varios
relatos, que a su vez tienen dentro otros relatos, van construyendo, en la
medida en que son las partes de un todo, la gran masa húmeda y compleja del
sertón.
Hablar de cada uno de los relatos
sería pecado, hay que leerlos. Sin embargo, me atrevo a puntualizar en algunos
y en sus rasgos, para que la invitación a la lectura sea efectiva.
El relato que inaugura es El
burrito pardo. Título que invita a pensar inmediatamente en una fábula.
Pero no, dijimos que nos despojaríamos de las formas. La lectura tiene que ser
siempre ese territorio por descubrir, ningún mapa universal podrá jamás develar
los secretos que hay detrás de la obra. Por más perfecto que creamos el
esquema.
El narrador nos desliza suave y
minuciosamente por cada una de las cosas que quiere que vayamos viendo: un
burro, caballos, vaqueros, otra vez el burro. Poco a poco, de a pequeños
sorbos, vamos conociendo a cada uno de los personajes que tejen la enredada
historia. Una prosa llena de figuras retóricas, las palabras “desordenadas”
conforman una poética particular, imbricada como el sertón. Hoy –en el hoy
infinito de la lectura– vamos a ser testigos de un día en la vida de Siete de
Oros, el burrito. No hace falta más que eso. Este relato, como lo serán todos
los que continúan, podrían formar parte de una oda a las bestias, a los
animales del sertón. Bestias majestuosas, exóticas para los ajenos, bestias
algunas que quizás solo existieron para Sagarana. Quizás sólo despiertan
para ser parte de ese mundo secreto y enorme.
Otros elementos de El Burrito
Pardo que se reiterarán en varios de los relatos son el amor o el desamor
como disparador de conflicto o impulsor de la trama, lo vemos en Duelo o
Sarapalla, por ejemplo. La presencia de los cantos populares o cantingas
mientras se ejercen los oficios, o a modo de reflexión sobre lo que va
sucediendo; otra de las apariciones de la poesía que se hace presente en la
cotidianeidad sertaneja y en la obra de Guimarães Rosa. Y el andar; los
personajes siempre se están moviendo: huyendo, llevando encargos, trabajando o
muriendo. Como hormigas, van surcando los caminos rizomáticos de la literatura.
En el siguiente relato, Trazos
biográficos de Lalino Salathiel o el regreso del marido pródigo, la
estructura ya varía. Por momentos, estamos frente a un texto teatral, con actos
y escenas; por momentos, volvemos al relato, siempre muy pegado a la oralidad sertaneja.
Acá, el común denominador con los otros relatos, es la fuerte impronta de la
picaresca. Lalino tiene algo del Lazarillo (1554) e incluso, algo de
nuestro Hombre corcho (Arlt, 1935), a pesar de todo, siempre sale
flotando. Otra vez, por más despojo que quiera, las conexiones aparecen. Pero,
si no fueran literarias, serían con la vida, porque ¿quién no conoció alguna
vez a algún vivo de estos? La literatura trasciende todo tipo de fronteras. Y
la vida se infiltra por cada espacio de las diferentes expresiones artísticas.
También la pobreza. Otro hilo que
teje historias, que no puede ignorarse en este Brasil rural de Guimarães Rosa. Los
hombres –e incluso los niños, en algunos casos– se van, vienen, trabajan o
roban, para conseguir comida o “bienestar”. A grandes rasgos tenemos a los
hacendados, a los políticos y a los yagunzos, por un lado. Manejando el dinero
y al resto de los pueblos. Por el otro lado, están los trabajadores y los
pobres, que aguantan las desgracias de las malas decisiones o las imposiciones
y violaciones de los otros. Esto podría pertenecer a cualquier momento de la
historia universal, el “progreso” por un lado y sus “desechos” por el otro. En
Río, Lalino Salathiel va a buscar la “buena vida”, en el sertón todo es miseria
para algunos.
Pero el sertón también es los bambúes,
manchones de mata de campos, uñas de buey, ceibos, urubúes, simaruba, jacarandás,
yesquero rosa, ambaibas, palo borracho, yararás, totoras y tacuaras, burities,
abejas bojuí, tántalos, gallaretas, los bueyes conversando y la vida. “El
sertón está en todas partes”, dirá Riobaldo más tarde en Gran sertón.
Muchas cosas hay en el sertón de Guimarães
Rosa, pero solo pueden ser narradas por quien sabe ser el sertón. Un todo que
no tiene nada.
El despojo, se convierte en una
forma de desnudarse, de liberarse. Es la actitud necesaria para poder poner en
palabra lo que sucede en esa tierra despojada. Sagarana narra desde y
sobre esto, una mirada que no se centra en los grandes eventos históricos o las
figuras prominentes, sino en las vidas cotidianas y las luchas de aquellos que
han sido sistemáticamente excluidos en el interior del gran Brasil. En la
literatura de Guimarães Rosa, el despojo no es solo una condición social, es una
forma de concebir e interpretar al mundo.
Ilustraciones de Poty Lazzarotto para Sagarana.
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