EL SACRIFICIO

Escribe Lucio Vellucci

Fue Ingmar Bergman, en La linterna mágica, quien dijo que Andrei Tarkovsky era “el más grande de todos”. El sacrificio (1986), es el último sueño esculpido en el tiempo del director ruso.

Tendríamos que haber visto la obra remasterizada en una sala de cine. Sin embargo, por problemas técnicos, demasiado mundanos pero lo suficientemente significativos como para impedirnos consumar el acto tan anhelado, no hemos podido estar en el lugar indicado, en el momento preciso. En cualquier caso, en el entramado de nuestros deseos y peripecias cotidianas vamos decidiendo los sacrificios que realizamos para superar las dificultades y, en última instancia, que los modestos recursos disponibles no sean un obstáculo para nuestra felicidad. Para decirlo en términos sartreanos, se trata de la facticidad que conforma el sustrato indispensable para la libertad.

Acá estamos, entonces, finalizando los preparativos caseros, el breve ritual acordado, para proyectar en la pantalla de la computadora la película. Según Beatriz Sarlo, esta forma del goce estético, no es cine. La sentencia es contundente pero, cabe la pregunta, desde las periferias de los grandes centros económicos y culturales de este país, por aquella esencialidad del cine.

¿Cuál es la teatralidad del cine, si es que la tiene? ¿Cuáles son las ceremonias, los soportes, las dimensiones, las calidades técnicas, los contextos, el hábitat compartido entre desconocidos en un lugar público o las ficciones domésticas que nos brindamos para simularlo? ¿Qué es lo constitutivo del cine, y en qué formas ha devenido para seguir pareciéndose al ideal que no sabremos nunca si realmente existió? ¿Es cine, el cine? ¿Qué es el cine, para Andrei Tarkovsky?

Nos acomodamos para ver, por tercera vez, El sacrificio; por primera vez en excelente calidad. Durante dos horas y media, acordamos el simulacro: “como si estuviéramos en el cine”.

Cuenta una vieja leyenda sobre el riego paciente y perseverante de un árbol seco. El monje, día tras día, durante años y contra toda lógica, subía a la cima del monte, con los cubos de agua. Hasta que, un día, se reveló el milagro: las ramas habían florecido.

Andrei Tarkovsky ofrece este símbolo poético de la esperanza. Vemos a Alexander (Erlan Josephson), protagonista de esta gran obra, plantar un árbol seco a orillas del mar, junto a su hijo. Sin embargo, todo acto de fe requiere un sacrificio, porque, como dice el propio autor “una persona que no sienta la capacidad de entregarse por una persona o cosa, ha dejado de ser persona. Está a punto de cambiar su vida por la de un robot”.

Acosado por el clima político de su época y de su patria, Tarkovsky se ha mantenido firme en la convicción de que el arte auténtico no se rebaja a la complacencia de un público domesticado por los estados totalitarios ni a las producciones de entretenimiento para las exigencias de un mercado de consumo. El sacrificio es un llamado al rescate de los valores espirituales en una cultura que educa a sus individuos en el materialismo, y que hunde a la humanidad en la alienación y la miseria.

Alexander y Otto (Allan Edwall), el cartero, meditan, a lo largo de la obra, sobre distintos problemas éticos y espirituales. Tarkovsky no anda con rodeos, nos sumerge directamente en el centro del dilema. La civilización moderna se cae a pedazos, el caos es inminente, la catástrofe está a punto de estallar y los personajes, adheridos al pánico, sufren de diversas maneras la proximidad de los jinetes del apocalipsis, que ya están ahí.

Los planos van componiendo las pinturas en las que se aquieta la cámara. La perspectiva y la combinación de luces y sombras sobre el vestuario y los objetos logran el cuadro sobre el lienzo. Los colores de un rostro, sus tonos, sus texturas, moldean los versos de ese gran poema. Como decía Bergman, Tarkovsky “se mueve con una naturalidad absoluta en el espacio de los sueños; él no explica, y además ¿qué iba a explicar? Es un visionario que ha conseguido poner en escena sus visiones en el más pesado, pero también en el más solícito, de todos los medios”.

El noticiero sugiere una catástrofe nuclear, una guerra, el colapso planetario, el fin del mundo. La desesperación se narra en la mirada de Alexander, en los gritos desgarradores de Adelaida (Susan Fleetwood), en la impotencia de Víctor (Sven Wollter), el médico, que suministra inyecciones para calmar el pánico. El dilema, una vez más, es “ser, o no ser”: enfrentar la realidad o sedar la consciencia. Alexander, desesperado, de rodillas, promete a Dios el sacrificio si todo vuelve a ser como antes. María (Guðrún Gísladóttir), quien trabaja en la casa, tiene, al parecer, poderes especiales, místicos. Otto le pide que vaya a verla, sólo ella podrá impedir la catástrofe.

De alguna manera, la situación que atraviesan los personajes en El sacrificio puede ser vista como una excusa para mostrar el vacío de las vidas en un mundo que ya ha colapsado. “Ya nadie ora”, dice Otto. Para Tarkovsky, el ser humano ya no es capaz de sacrificarse por nada. Diríamos, no es capaz de resignar nada por otra cosa. No es capaz de sostener el riesgo de la elección hasta el final. No es capaz de desechar otras posibilidades para vivir auténticamente.

Tarkovsky está preocupado por el destino del ser humano y del cine. Hace tiempo, dice, había un público predispuesto a encontrar en el cine el desarrollo de problemas éticos y morales, había un espectador ávido del planteo de interrogantes que le sacudieran la modorra del confort al que se quiere reducirnos: “hace diez, quince años, había un público amplio dispuesto para ello, mientras que hoy, la mayoría de las películas no son otra cosa que una mercancía, celuloide para ganar dinero”.

Tarkovsky es el profeta del arte que reclama ese sacrificio ético y estético para garantizarle al cine su derecho a la existencia. No se trata de un estilo, sino de una búsqueda poética que eluda la direccionalidad hacia el gusto del espectador como premisa creadora. Allí radica el sacrificio del artista, con quien es posible acordar una zona común en la cual sentirnos sacudidos.

El cine que necesitamos se presenta ante nosotros como esa escultura trabajada en la intimidad del autor: confiamos en él, en su sentido poético, en la sensibilidad profética de ver antes la figura donde el resto de los mortales vemos nada más que la piedra informe. El más esforzado homenaje ha sido dejarnos esculpir los sentidos durante el tiempo en que nos brindamos, como espectadores, al sacrificio de renunciar a la banalidad del mundo para el llanto terrible de nuestras almas alegres.

Eso es Andrei Tarkovsky. Eso es, para nosotros, el cine.

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