VIAJE AL FIN DE LAS SOMBRAS
Escribe Lucio Vellucci
Estamos
a punto de ingresar a la sala del Teatro de Villa Ruiz. Guillermo de Blas, el
dramaturgo, también es quien dirige la obra y, además, diría, es el primer
actor en aparecer en escena. Interpreta, en el umbral de la obra, al personaje
que es una especie de amable patovica; con eficaz pedagogía es el director de
la obra quien solicita apagar los celulares antes de entrar, pero es el
personaje que lo habita quien amenaza, con gracia: ¿apagaste el celular?
Nos
encontramos en la frontera que separa la realidad cotidiana de la dimensión de
las sombras. Nos toca entrar; se abre la cortina y alguien nos recibe en la
absoluta oscuridad de la sala, nos ubica en los asientos. Nos han robado la
vista y el viaje ya ha comenzado. La negrura espacial es la incógnita que se
dilata y la imagen propia y de los otros se disuelve en la ceguera compartida. Nuestros
cuerpos están ahí, se sienten ser; pero ¿dónde?
Se
hace una luz sobre uno de los personajes, habla desde el piso, parece despertar
tras un período de no-tiempo. Los otros dos yacen en el suelo; a su turno,
despertarán del largo sueño: no vuelven al mundo de la vigilia de un profundo
descanso, más bien retornan de lo eterno tras una temporada en la nada.
Simplemente, los actores están ahí, arrojados al escenario, y sólo tienen
preguntas.
La
propuesta de Viaje al fin de las sombras
descoloca inmediatamente al espectador en busca de un argumento. El público
ávido de trama tambalea en la incertidumbre porque los tripulantes en esta
aventura no tienen respuestas para sí mismos ni para los otros. Así como los
personajes de Samuel Beckett esperan a Godot, los de Guillermo de Blas deambulan
por el desierto de la asignificancia, de la tierra vacía de símbolos que
ordenen el tiempo y el espacio. Mientras tanto, el trío al que Dolores Riera,
Lucas Caballero y Manuel Aime le prestan cuerpo actoral, vaga por el laberinto
del universo en el que la humanidad se encuentra y desencuentra desde el origen
de la tragedia. Un origen tan impreciso como inexistente, tan real como la
cosa, tan verosímil como el hecho de buscar, a pesar de la historia de vanos
sacrificios en nombre de la superación de la especie, un consuelo o una
esperanza en la magia solidaria de “hacerse los payasos”, ahí, para nosotros,
pero también para ellos.
Rulfo,
Haroldo y Margarita balbucean, emiten sonidos extraños, como si tuvieran el lenguaje
en la punta de la lengua. Rumiantes de la palabra inmaterializada, están y no
están a punto de parir un símbolo. Es cierto, al principio era el verbo. Buscan
la palabra como punto de referencia, una inflexión espaciotemporal que les
permita simular un orden en el caos. En vano se esfuerzan en poner claridad en
la comunicación humana. Están perdidos o, tal vez, han caído en el peor de los
extravíos: no hay posibilidad de encontrarse con el otro.
Viaje al fin de las sombras de
algún modo retoma con audacia la pregunta metafísica. Retocando el postulado de
Heidegger (“¿por qué hay algo y no más bien la nada?”) en ¿Qué es la
metafísica?, podríamos pensar que este Viaje
traslada el planteo de la pregunta fundante a la actitud sin la cual sería
válido dudar de lo humano en sí. Es decir, estamos haciendo teatro desde los
primeros torpes balbuceos. La humanidad es la especie que teatra. Por tanto, la pregunta atinada sería “¿Por qué hay teatro y
no más bien la nada?”
Al
menos, así le parece a este espectador que está sentado en una butaca del Teatro
de Villa Ruiz, para el que ha tenido que moverse (llevar el cuerpo, trasladar
su ser -hacia- ahí), viajado hacia el pueblo en el que ha perdido mucho más que la
señal de su celular para experimentar el hecho artístico sin saber de qué se
trata; ha tenido que desterritorializarse, romper la inercia del cuerpo en
desplazamiento por Panamericana hacia la Capital y quebrar, entonces, el envión
fácil, cómodo y arrogante bajo la prerrogativa de acceso a la oferta cultural
encerrada en la General Paz, para trazar un desvío en la cartografía del deseo
personal. Y, para continuar con la jerga deleuziana, como el deseo de teatro es
rizomático, hemos vencido la arborescencia porteñocéntrica: se configura un
territorio descentralizado; en los márgenes de la noche las sombras bailan al
ritmo de la música de Santiago Mastronardi.
Asistimos,
entonces, a la fiesta. Asistimos, entonces, al drama. Clowns y títeres,
marionetas y malabaristas, villanos y héroes, todos perdidos en la nebulosa de
una realidad en la que se precipitan al juego. Pero parecieran no olvidar ni por
un instante que pertenecen a los círculos de Dante: quieren danzar incluso en
la espesura del caos. Como el viaje al centro del infierno, pero solos, sin la
guía de un Virgilio ni un Dios.
Hay
una decisión política y ética del director en desarrollar la obra en Villa
Ruiz. La geografía no es una mera contingencia, en este caso. Hay una toma de
posición en el hecho de hacer “que se mueva el espectador”; rasgo no menor,
puesto que, implícitamente, el Viaje
demanda no cualquier público, sino uno que sea capaz de moverse al pueblo para
participar de esta experiencia sensorial. Al menos, es el esfuerzo
indispensable que el arte requiere de nosotros para ser vivenciado como tal.
Un
poco lejos de las luces de la gran ciudad, desalejados del aquí y ahora en que
producimos lenguaje poético desde un sitio específico de la patria, sin pedirle
permiso a nadie, pero sin malograr la humildad de este viaje al fin de las
sombras. Se trata, en todo caso, de un gesto de impertinencia más que necesaria
en tiempos de profunda crisis cultural. Es el grito que hace huella allí donde
la metrópoli presume la esterilidad de una nada. Es la marca indeleble de una
palabra que se dibuja en la Pampa, que reinaugura un lenguaje ya consagrado,
que reinventa las muecas de la historia en el maquillaje derretido por el calor
de las luces y el sudor que el esfuerzo gotea en las caras. ¿Son los rostros de
los personajes o son los actores? y quién es quién, en definitiva, en este
cuerpo a cuerpo del público y los actores, tan cerca, tan verosímiles ellos en
la representación de la tragedia que es nuestra, tan cómicos nosotros en la
gracia cálida con que nos aniñan: son las sombras que se mezclan entre los
dioses del Olimpo y el más tierno circo popular.
La batalla ha terminado o está a punto de comenzar, es lo mismo. Los Hombres reanudan sobre la Tierra la pantomima con la que buscan darse un sentido. Haroldo corta cabezas y se desparraman por el suelo. Estoy en primera fila y no hay relieve en el piso que impida que el ruedo de la cabeza del muñeco de plástico llegue a mis pies. El efecto es inmediato, estoy dentro de la obra. El teatro me ha tocado. Soy, provisoriamente, otra sombra táctil que aplaude, sentada, cuando concluye el Viaje final hacia el interior de sí misma.
________
Sábados 21hs en el Teatro Villa Ruiz - Reservas al 2323353543
___________________________
FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA
Comentarios
Publicar un comentario