EL CABALLO DE TURÍN
Escribe Lucio Vellucci
De galope cansado y trote lento, como castigado por un látigo ancestral, no avanza el caballo que monta el hombre sino la especie que vuelve, desorientada, en busca de algo que se parezca a una morada conocida. O no, y es el ejemplar de un animal sobre el que llora el anticristo, la carne encaprichada en ya no más donde se vuelca una piedad, un dolor que es otro.
¿Por qué llora el tonto, madre, ante el criterio de un dios que empapa el látigo con el sudor y la sangre de un caballo a punto de la muerte? ¿No ha andado lo suficiente, acaso, como para doblegar la voluntad de un superhombre ante su piel que dice basta? ¿Dónde empieza la libertad de una yegua que arrastra el peso de un conocimiento humano, demasiado humano, por los senderos del polvo en dirección a una nada? ¿Puede renunciar a todo como bestia indócil a pesar de las espuelas, mostrarle a su señor las condiciones de una negativa, frenar la inercia de devenir la propia muerte? ¿Hay que seguir intentando o ya es suficiente?
O podría renovarse la esperanza, pero ¿hasta cuándo, si hasta las brasas se apagan lentamente, si incluso la luz se resiste a seguir alumbrando?
No mengua la tormenta de viento que retuerce la piel, perdura con los días. El viento empuja con fuerza y marca la hora final. Vienen por todo, incluso por aquello que creíamos más aferrado a nosotros, lo que no creíamos que podrían venir a llevarse. El viento borra sobre la tierra las huellas del Hombre, añade un vacío sobre los siglos precedentes. Mientras tanto, es necesario seguir una rutina al pormenor.
Por ejemplo, vestir y desvestir al padre cuyo brazo estéril dificulta la trama de los movimientos sucesivos con que hubiera conservado independencia. La hija complementa el orgullo de un cuerpo que lucha por conservar la dignidad. Pone o saca una camisa, las botas, pantalón y con la mano buena, él, termina los detalles de un vestir con que no busca simplemente un ocultamiento de la propia desnudez: el ritual de las telas sobre la piel es también un último sentido antes del caos, tal vez el ropaje con que cubre una vergüenza de ser, la protectora forma de marcar distancia entre su real insignificancia y el mundo.
Pero de la misma manera viste a su caballo de herraduras y cueros, de pieles de otras bestias bajo su dominio. El Hombre es esa otra bestia de la naturaleza que, bajo pretexto de un conocer, se planta en arrogancia frente al hecho de un momentáneo figurar en la eternidad para vestir y ser vestido.
Y todavía queda un refugio en la propia casa mientras dure el aguardiente en la botella, el pozo brinde el agua de cada día, la leña se deshaga en cenizas para un fuego.
Está listo, dice ella. Como ayer y como mañana, trae a la mesa dos papas hirvientes, una para cada uno. Es el hombre en retirada brutal hacia las formas más rudimentarias de un comer: sin aporte de utensilios, con la sola mano utilizable, despelleja el único alimento cuyo vapor exhala la imagen de un calor a punto de quemar la boca. Tritura con los dedos que le han quedado para manipular las cosas del mundo, para todavía poder valerse por sí mismo. Ella, en cambio, mantiene ciertos modos de una civilización cuyo tocar la papa caliente en el plato se debe más a un instinto precautorio ante la inminencia del dolor de un fuego que a la etiqueta, la presunción de habitar un lenguaje o la mera demostración del orgullo de conservar la finura de sus dos pulgares oponibles.
El viento no cesa, la tormenta se prolonga y el refugio se convierte en la prisión cuando se agotan el fuego y el agua. ¿Qué es esta oscuridad? Acaso es esa oscuridad que todo lo traga, como aquella soledad del mediodía. La negrura de un final ha llegado a devorarse lo último que quedaba, aquello que se pensaba imposible de sustracción.
El caballo de Turín se resiste a caminar aunque el empeño de un jinete quiera doler otra vez en el lomo. No va a avanzar. Ni un paso. Sabe lo que el cúmulo de conocimientos transmitidos por herencia de su amo no ha llegado aún a enterarse. Falto de un narciso el animal acepta con resignación lo inevitable: también han venido por lo suyo, por el todo. Ante el caos las fieras se igualan en voluntad y albedrío. Los instintos se retiran del animal, aquel sobre el que no supimos nunca más nada luego de que el tonto lo llorara en una calle, tras los látigos humanos, humanizantes a su modo, del brazo domesticador. Rechaza la comida. No va a comer ni a tomar agua. Está parado en sus cuatro patas, en el establo. Simplemente espera. Aguarda con sus ojos hacia las sombras de un destiempo y la mirada de una cámara que lo recorre, como lamiendo de cerca y lejos sus costados, quisiera retenerlo un poco más antes de que la última sombra lo camufle para siempre en la eternidad de su ausencia.
La naturaleza parece a punto de dejar de respirar. El pozo, esta vez, está vacío. Ni una sola gota de agua. En el opúsculo de la aventura la escapatoria es una desesperación absurda. Es lo mismo acá que más allá. No queda más que resignarse a caminar con la sombra personal hasta el último suspiro, apagarse juntamente en la intimidad cuando nada es suficiente ni necesario, ninguna astucia aprendida, ninguna técnica acumulada.
Padre e hija vuelven a la mesa. Cara a cara, se inclinan sobre sus platos de madera. Las penumbras desdibujan sus contornos, se desvanece entonces el cuerpo en el que existen sobre un rincón del universo. El hombre insiste. Hay que comer. Él se sirve una papa cruda; ella se resiste y mira, en su plato vacío, la nada. Misma cara que un caballo que espera sin resignación el devenir de un azar que también lo convoca. Los que viven ahora van comprendiendo que pesa sobre sus carnes el final que no les pertenece exclusivamente, porque lo que termina es la ilusión que es anterior al tiempo. Son testigos de una conclusión de la que ya han participado, y son los otros que retornan de la incansable eternidad.
En la papa cruda sobre el plato de madera está la clave, quizá, de otro regreso en el que alguien intentara escribir una nueva fábula.
El hombre pela con la dificultad de su mano la papa que no quema en sus dedos. Apenas puede rasgar la piel del alimento que lleva a su boca. Los dientes se clavan en la dureza y mastica. El sonido de la papa cruda entre sus muelas brinda las claves de una despedida fatal a la que no es necesaria agregarle ninguna clase de repulsión. Es mejor aceptar lo inevitable, devenir caballo, bestia, animal.
En el momento decisivo el intelecto retrocede, desanda la historia del conocimiento en un único segundo de lucidez. Todo esfuerzo es inútil. El hombre deja la papa cruda reposando en el plato y mira, ahora él también, la nada.
En el silencio definitivo de la intemperie, antes de la mayor desesperanza, hay un arte que nos devuelve al centro de una ignorancia más verdadera que todo, más fuerte que toda soberbia, que nos susurra desde un resto animal que queda en nuestro instinto: no es necesario comer, también se puede callar.
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