OTRA VEZ EL MAR
Y lloro por él, porque es varón y debe ser terrible.
Hablamos de los campos de concentración para no hablar de nuestra propia desolación.
Reinaldo Arenas, Otra vez el mar
Escribe Rocío Vélez
La obra de Reinaldo Arenas —escrita tres veces debido a la reiterada censura y desaparición de sus manuscritos— es un hallazgo dentro del panorama literario latinoamericano de las décadas del 60 al 70. En ese momento el boom latinoamericano dominaba el campo de las letras posicionando a la literatura de la región en el centro de las miradas internacionales. Sin embargo, este fenómeno no fue solamente la oportunidad de que lo que se escribía en Latinoamérica sea reconocido en el mundo, sino que también fue una operación de mercado que consolidó un canon. Ese canon estaba atravesado por una narrativa masculina, heterosexual y predominantemente política, que parecía responder a las expectativas mundiales sobre lo que debía ser la literatura de un continente.
A un costado del estruendo del boom existía una “marica” que escribía: Reinaldo Arenas. Este autor celebró el triunfo revolucionario cubano que en 1959 puso fin a la dictadura de Batista. Durante los primeros años, Arenas compartió el entusiasmo colectivo por el cambio y fue parte del proceso. Sin embargo, con su disidencia sexual y su literatura fuera de las expectativas nacionales, se convirtió en un cuerpo extraño, en una especie de amenaza para el proyecto revolucionario.
Podemos pensar que para Arenas la literatura no solo era una respuesta al sistema opresivo en el que vivía, sino una forma de afirmación de su yo. En sus páginas, no encontramos una simple resistencia al régimen; sino que vemos una voluntad por transformar el lenguaje, por poner en discusión los relatos oficiales y por habitar, aunque fuera imaginariamente, un territorio sin fronteras: el de la literatura.
Así, en Otra vez el mar las fronteras entre géneros y estilos están “rotas”, son difusas, casi inexistentes. Entre otras cosas, se fusionan lo lírico con lo narrativo; lo sublime con lo grotesco; la realidad con el delirio, las subjetividades de un hombre y de una mujer.
Mujer en la ventana (1948), Alfonso Michel |
Dividida la obra en dos partes, comienza la narración desde la voz de "ella", que se presenta como un flujo de conciencia que nos introduce en el tedio, la resignación y el delirio introspectivo de la protagonista. Las chicharras, un sonido constante, recuerdan al sonido del Big Ben en La señora Dalloway, funcionando como una marca del paso del tiempo, haciendo notar el contraste entre el presente de las vacaciones, que transcurre rápidamente, y los recuerdos de una cotidianeidad atrapada en las propias limitaciones y las que impone el régimen.
El manejo del tiempo narrativo es como una ola del mar que embiste la arena del presente para luego retroceder al pasado en La Habana o incluso más atrás, a la juventud compartida de los protagonistas. Esta estructura provoca una sensación de circularidad, de retorno constante, que define, en cierto modo, la vida de los personajes.
La relación entre "ella" y Héctor, su marido, puede pensarse a través de las ideas de Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso sobre la ausencia y la presencia en el amor. En el caso de la pareja de protagonistas, ellos están juntos, pero él no responde a su amor de la misma manera que ella, lo que crea una distancia, una ausencia de reciprocidad. Barthes explica cómo en la ausencia, el sujeto enamorado debe manipular el tiempo para soportar el sufrimiento. La ausencia de Héctor no es completa, ya que sigue físicamente presente, pero emocionalmente está ausente para "ella". Esta situación se convierte en el centro de la relación. La narración de "ella" podría ser vista como un "discurso de ausencia", una “escenificación” del deseo no correspondido, en la que ella intenta manipular su sufrimiento, transformando la ausencia de Héctor en una presencia constante, un vaivén de recuerdos, reproches e idealizaciones no cumplidas que dan lugar a la narración.
Arenas a través de este personaje aborda la maternidad desde una perspectiva no tan habitual, bastante contraria a la representación, más tradicional, de la mujer que encontramos en muchas de las obras del boom. "Ella" a menudo experimenta deseos de huir, de abandonar a su hijo, algo que puede ser pensado tanto como una reacción a las condiciones de su relación o producto de la desesperanza de criar a un hijo en un régimen que promete infelicidad.
La segunda parte adopta la perspectiva de Héctor y transforma la obra en una especie de cuaderno de escritor. Dividida en cantos, mezcla poemas, cuentos y reflexiones que redefinen las posibilidades formales de la novela. Héctor se convierte en un narrador que incluso corrige y reescribe sus propias palabras. A través de este personaje, se revelan los espacios vacíos de la primera parte.
Si quisiéramos pensar en un punto de conflicto en esta obra, no sería el régimen cubano, que si bien lo inunda todo no llega a ser lo central. Los elementos del lenguaje del régimen son expropiados —carteles, voces en altoparlantes, discursos oficiales— y utilizados como un recurso que en ciertos momentos es ridiculizado, permitiéndonos compartir esa sensación de asfixia que narran los protagonistas. Sin embargo, sería la figura del joven vecino el verdadero “conflicto”, lo que irrumpe en la vida de Héctor. Este personaje puede ser pensado en paralelo con Septimus, el personaje de La señora Dalloway, en tanto que ambos funcionan como vehículos de una especie de resistencia, casi silenciosa, frente a sistemas que operan sobre el cuerpo y la subjetividad. En el caso de Septimus, el personaje sufre el peso de las imposiciones sociales de la posguerra: la obligación de ser útil, de reinsertarse en una vida que el trauma ya hizo imposible. En el joven de Arenas, se advierte una sensibilidad que chocará con las expectativas y las normas que el régimen cubano impone sobre las identidades, particularmente en lo que refiere al deseo.
Aunque Héctor no llega a hacer explícito lo que el joven representa, su aparición pone en evidencia las grietas de su propia identidad: el matrimonio como refugio, los roles que adopta para sobrevivir y, sobre todo, la distancia entre lo que se espera de él y lo que realmente desea. Así como Septimus puede ser para Clarissa una especie de espejo que desentierra todo aquello que ella ha decidido ocultar para sostener las apariencias, el joven funcionará como un reflejo para Héctor.
Este paralelismo inscribe a Héctor en una tradición literaria que habla sobre los costos de vivir bajo la constante presión de lo que “debe ser”. Como en Woolf, Arenas parece preguntarnos ¿hasta qué punto lo que llamamos adaptación es, en realidad, una forma de renuncia?
Otra vez el mar es, como señaló Guimarães Rosa sobre El gran sertón: veredas, un gran poema antes que una novela. En este caso, un poema del deseo negado, del dolor de sentirse ajeno y la angustia del ostracismo; un poema de una época marcada por la opresión y la censura, pero también por la resistencia y la belleza. La obra de Arenas es un testimonio necesario, una voz que se niega a desaparecer pese a los intentos por silenciarla.
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