LAS VIÑAS DE LA IRA
Escribe Rocío Vélez
¿Qué les pasará a las familias que busquen empleo cuando las máquinas –el avance de la tecnología– ocupen todos los puestos; cuando los bancos se queden con sus casas por no poder pagar las hipotecas; cuando sean discriminadas por pisar otros territorios como inmigrantes pobres; cuando las fuerzas represoras del Estado ejerzan su fuerza inhumanamente ante cualquiera; cuando la muerte sea vista como la única paz posible? Las respuestas a estas preguntas atraviesan el corazón de Las viñas de la ira (1939), de John Steinbeck, una novela que, a más de ochenta años de su publicación, sigue vigente al ofrecer un retrato o un testimonio de las sociedades frente a la crisis económica, la desigualdad estructural y el desplazamiento forzado.
La novela sigue el viaje de la familia Joad desde Oklahoma hacia California, una especie de tierra prometida que llega a ellos a través de folletos con la consigna “buscamos trabajadores”. Ellos intentarán escapar no solo de la sequía y la miseria, sino de una estructura económica que los ha vuelto innecesarios. Les han hecho creer que la tierra que trabajaron durante generaciones ya no los necesita: en la lógica del capitalismo expropiador, un solo hombre con un tractor reemplaza a cientos. El desplazamiento no es entonces una elección de todas estas familias que habitaban el pueblo, sino una condena impuesta por la maquinaria del progreso. Pero California no será la respuesta, sino la prolongación del despojo: ahí los espera una nueva forma de explotación, disfrazada de oportunidad. Ni siquiera pueden tener esperanza, esto también ha sido convertido en una mercancía, en una especie de “bien” para algunos pocos.
Este desplazamiento es solo una pieza dentro de un engranaje mayor donde el exceso de mano de obra, el agotamiento del suelo y la especulación financiera configuran un escenario. La plantación intensiva de algodón no solo degrada la tierra hasta volverla infértil, sino que, combinada con fenómenos climáticos como la sequía, destruye cualquier posibilidad de cultivo. En paralelo, los monopolios, dominados por los grupos bancarios, fijan precios que empobrecen a los pequeños propietarios, que terminan explotando a sus pares. A su vez, los más poderosos son respaldados por fuerzas policiales que reprimen brutalmente a quienes se atreven a protestar. La etiqueta de "rojos" que se les impone a los trabajadores que reclaman agua caliente o un salario digno evidencia el temor ante cualquier intento de organización popular. En este contexto, Steinbeck no solo narra un drama familiar, sino que construye una denuncia contra un sistema que sacrifica vidas humanas en favor de la eficiencia y la acumulación: mientras los niños mueren de hambre, las frutas –que en exceso crecen en California– se pudren en el suelo.
En lo literario, Steinbeck logra una construcción de personajes que se inscribe en una tradición dostoievskiana: el sufrimiento como vía de transformación, la lucha entre la resignación y la rebeldía, los dilemas morales y la evolución de la conciencia social. La madre de la familia Joad es quizá el personaje más emblemático de este proceso. Al inicio de la novela, es la figura materna tradicional, la que sostiene la familia con pequeños gestos de amor y protección. Pero a medida que la injusticia se vuelve insostenible, ella se endurece, se transforma en el líder moral de la familia. En su resistencia está la esencia de la novela: la idea de que la lucha no es solo individual, sino colectiva, que el dolor compartido puede ser el germen de la revolución.
El autor logra que además de la angustia que se genera por las diferentes situaciones que enfrentan los personajes, podamos encontrar una gran belleza, él entrelaza en su obra un capítulo narrativo y un capítulo más descriptivo, a veces casi lírico, en donde suele detenerse en escenas más simbólicas, como el trayecto de una tortuga que pese a toda dificultad se arrastra sobre la tierra reseca e intenta cruzar la carretera, continuar su viaje. O, para narrarnos de manera más generalizada alguna situación que pudo haber vivido cualquiera de las familias que atravesaron la Gran Depresión.
La vigencia de esta obra se da en que la hostilidad no pertenece solo a la época de Steinbeck. Hoy, en la Argentina, por ejemplo, los pequeños productores enfrentan problemas similares: el avance del monocultivo de soja, la concentración de la tierra en pocas manos, el uso intensivo de agrotóxicos que enferman a comunidades enteras. Como en Las viñas de la ira, quienes trabajan la tierra siguen resistiendo contra un sistema que los empuja al borde del camino. Los desalojos a las familias campesinas son el actual eco de los tractores de Oklahoma, que no solo destruyen casas, sino que arrancan de raíz un modo de vida.
Las viñas de la ira es, todavía, el grito de quienes caminan con la mirada baja, de quienes han perdido la certeza de un hogar y el derecho al descanso. Su vigencia no se mide en años, sino en heridas abiertas: el fruto que se pudre antes de alimentar, la maquinaria que avanza como un destino impuesto. No hay tierra prometida, solo caminos que se bifurcan en la incertidumbre.
Pero hay algo que resiste, ese algo está en las voces que se niegan a ser arrastradas por la corriente, en la huella de la tortuga que persiste sobre la tierra árida, en la mirada de una madre que ya no se quiebra. No es una certeza, es apenas una chispa. Hará falta siempre un viento que pueda cambiarlo todo.
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